La película de Nicolás Puenzo -hijo de Luis, hermano de Lucía- es una ambiciosa rareza, el estreno más destacable de entre los muchos del cine argentino de los últimas semanas. Lo primero que llama la atención es el aliento que la inspira, a lo grande por un terreno casi inexplorado por el cine argentino: una pareja de refugiados huye, en un futuro posapocalíptico, una guerra imaginaria en la que parece lucharse por el agua, a través del desierto y con aviones militares yanquis sobre sus cabezas. También es la imagen prístina, el diseño de producción de altísimo nivel, los apabullantes planos generales, abiertos y luminosos, lo que luce desde la primera escena: un entierro familiar que dispara la huida de la pareja, la bellísima actriz peruana Juana Burga y Peter Lanzani, que cada día actúa mejor y acá, por si hiciera falta, termina de recibirse de Nuevo Gran Actor Argentino, con muy pocos diálogos y un personaje al borde, pura adrenalina y emoción a flor de piel.
Puenzo produce, en esa introducción, una curiosidad filosa, en vilo por decodificar qué es lo que se está viendo, quiénes son estos seres sucios, pobres y lastimados que avanzan por el desierto, hacia dónde. Entonces se produce el quiebre, la irrupción de un ejército brutal, enorme despliegue que define el tipo de relato. Y maneja muy bien la sensación constante de peligro en un contexto que parece tan desconocido para el espectador como para sus protagonistas. Los últimos son humildes convertidos en parias, sin nada, cuyo destino se limita a intentar sobrevivir en un mundo donde no pueden confiar en nadie. Un corresponsal de guerra (Germán Palacios) será entonces casi heroico cuando, en lugar de entregarlos como trofeo propagandístico, los ayude. Con puntos en común con Hijos del hombre, de Alfonso Cuarón, la película se desarrolla como un thriller chatarrero, una especie de Mad Max del norte argentino con apuntes sociales y una tendencia a la alegoría que se acentúa hacia el desenlace, aunque no llega a opacar la potencia del relato central.