POR EL POLVO DE LA AVENTURA DISTÓPICA
Evidentemente el cine nacional alcanzó cierta pericia técnica, que permite montar -o al menos simular- la estructura del cine de gran presupuesto, del gran espectáculo, algo que por cierto es habitual en aquellas cinematografías donde lo industrial es un realidad y no tanto un deseo como aquí. Los últimos es el más nuevo ejemplo en esta cadena, donde una suerte de relato post-apocalíptico se da la mano con elementos del western, para desarrollar una distopía sobre un futuro cercano bastante sombrío, donde el ser humano sobrevive en un planeta vaciado de sus más preciados recursos naturales. Esta ópera prima de Nicolás Puenzo reúne varios elementos tanto de una vertiente autoral como de ese cine que apela al entretenimiento como combustible principal, aunque parece quedarse un poco a mitad de camino en todos los terrenos que transita, porque se nota que duda sobre qué tipo de propuesta ser, y sólo se sostiene a partir de dos sólidas actuaciones como las de Germán Palacios y Peter Lanzani.
Los últimos toma a los protagonistas en medio de la travesía: Pedro (Lanzani) y Yaku (Juana Burga) escapan de un campo de refugiados y se abren a la aventura en un enorme desierto. Esos primeros minutos son de incertidumbre, de una saludable incertidumbre, porque acompañamos a los personajes sin saber muy bien a dónde, y porque la película nos lanza a un universo que desconocemos y que se nos hace potencialmente atractivo. Puenzo, además, acompaña esto con un interesante trabajo desde lo visual, apelando a los planos cortos para ponernos en situación de los personajes pero también a los planos amplios para descifrar el peligro al que se someten los protagonistas, esa inmensidad un poco amenazante que es la que aporta estilo al relato. Se adivinan en esos momentos algún tipo de referencia a los caminos polvorientos de Mad Max y a un universo derruido como en Niños del hombre; y Los últimos aprovecha bien esas influencias. Por su parte, Pedro y Yaku hablan poco, y ese misterio que los rodea respecto de su destino le da potencia al film. Aunque una morosa voz en off que aparece de a ratos permite vislumbrar alguno de los problemas que la película tendrá más adelante.
En verdad son pocos los personajes de Los últimos, pero todos los que aparecen -salvo los protagonistas y el ambiguo Ruiz de Palacios- no son más que caricaturas o conceptos esbozados pobremente, y ahí están Luis Machín, Alejandro Awada o Natalia Oreiro para comprobarlo. Lo mismo ocurre con los diálogos: cuando los personajes no hablan y se enfrentan a lo que les pone el destino, la película crece, pero cuando abren la boca y marcan explícitamente aquello sobre lo que la película reflexiona, se vuelven meras marionetas del guión. Es que Los últimos, detrás de sus referencias cinéfilas y su acercamiento al cine de género es otra de esas propuestas demasiado preocupadas en pensar y decir cosas sobre el estado de situación del mundo. Y aquí ingresan apuntes sobre la ecología, el medioambiente y la vinculación entre poder empresarial y militar, más algún simbolismo religioso relacionado con el origen y el renacer de la humanidad ejemplificado en esos dos fugitivos.
La película de Puenzo es una obra repleta de buenas intenciones; buenas intenciones relacionadas con las ideas que expone y buenas intenciones en el hecho de montar un espectáculo cinematográficamente bello y potente. Pero a veces los intereses más autorales del director chocan con la fluidez que precisa la aventura, y ante la indefinición es cuando la película parece estancarse o no ir hacia ningún lado o repetirse hasta el infinito. De esos pozos la saca Palacios con un personaje que vibra como no vibran todos los demás, un tipo algo torturado y hastiado, aburrido del sistema, que busca un último acto que lo redima al menos un poco. En esa presencia, que no precisa de excesivas explicaciones, la película de Puenzo encuentra el camino que mayormente le resulta esquivo. Los últimos nunca logra del todo que el querer entretener y el querer reflexionar se homogenicen en un mismo relato. Ahí su mayor pecado, la falta de ideas respecto de qué hacer con tan bonito envoltorio.