Los viajes de Gulliver
Un desbordado Jack Black protagoniza esta pobre actualización de la novela de Swift
Rob Letterman, director de dos films animados como El espantatiburones y Monstruos vs. Aliens , incursiona en el cine con actores de carne y hueso con esta muy libre transposición de la clásica y satírica novela escrita por Jonathan Swift en 1726 sobre las desventuras de un hombre común en Liliput, una comunidad habitada por gente de 15 centímetros de altura (lo que lo convierte en un gigante todopoderoso).
En este caso, es Jack Black el encargado de interpretar a Lemuel Gulliver. Ambientado en la actualidad, el prólogo nos presenta al protagonista: un típico antihéroe, un hombre gris, sin ambiciones y con demasiados traumas, que trabaja desde hace diez años como encargado de repartir el correo en la redacción de un diario. Negador y fabulador, este eterno adolescente obsesionado por los videojuegos está enamorado de la bella editora de la sección Turismo (Amanda Peet), pero a pesar de la simpatía de ella hacia él, no se anima ni siquiera a invitarla a salir. Luego de una serie de enredos, Lemuel recibe un encargo: viajar hasta el Triángulo de las Bermudas para escribir una nota. Luego de soportar una fuerte tormenta, aparecerá en el reino de Liliput, inmerso en todo tipo de conflictos bélicos y románticos, pero dueño de un inédito poder.
Hasta aquí el planteo inicial de este film que intenta aprovechar el histrionismo de Black (un actor que sin un director, un personaje y una buena historia que lo contengan es afecto a todo tipo de excesos y desbordes) y los dispositivos visuales que permiten confrontar a Gulliver con los diminutos liliputenses.
El problema es que ni la sobreactuación de Black ni el despliegue de efectos generados por computadora (que no van más allá de lo que ya se vio en, por ejemplo, Una noche en el museo y que quedan a años luz de una producción como Avatar ) alcanzan a sostener un mínimo interés del espectador. La película repite una y otra vez los mismos gags, obliga al desbordado Black a ciertos parlamentos solemnes y bienpensantes que no lo favorecen, evita el interesante costado político que tiene la obra original de Swift y dilapida los posibles aportes de los buenos actores contratados para los desdibujados papeles secundarios (la princesa de Emily Blunt, el rey de Billy Connolly, el malvado de Chris O'Dowd y el enamorado e inseguro Jason Segel).
Así, la película apela a los anacronismos -utiliza con fines humorísticos temas de Kiss ("Rock and Roll All Nite"), Prince ("Kiss") o el clásico "War" en pleno siglo XVIII- o a las referencias obvias a la cultura popular (en casi todos los casos, a éxitos de la 20th Century Fox, productora, claro, de este film, como Star Wars , Titanic o la propia Avatar ). Recursos desesperados como para sostener un film que resulta tan pequeño como las criaturas concebidas por la prosa de Swift.