Los viajes de Gulliver me decepcionó, mucho. A pesar de que el avance no prometía demasiado, yo creía que podía ser una buena película, incluso una gran película. Por lo menos así lo dictaba la premisa con una historia que se dedicaba a explotar al máximo el cuerpo de uno de los cómicos norteamericanos más físicos en mucho tiempo: Jack Black. Sí, es verdad que en el horizonte de la Nueva Comedia Americana también están el gigante Ferrel, el deportista Sandler o el gordito Hill, por nombrar algunos cómicos que también construyen su actuación desde lo físico, pero siempre hubo algo difícil de explicar en la interpretación de Jack Black que lo distanció de los estereotipos más comunes. Rechoncho pero no gordo (“chubby”, en inglés, sería la palabra justa para definirlo), freak y a mucha honra, adolescente capaz de ver por los pliegues de la madurez de otros personajes, humillado pero siempre altivo y belicoso, fiaca aunque con una energía contenida que liberada hacía estallar la pantalla en mil pedazos. Y los viajes de Gulliver iba a ser la película que aprovechara plenamente ese cuerpo anfibio y poderoso, pero al final, lo físico se reduce solamente a un par de ideas simplonas que se repiten a lo largo y ancho de la historia. Black es gigantesco, los liliputienses son chiquitos; tomando esos elementos como punto de partida, la película juega siempre a lo mismo: poner en cortocircuito esos dos tamaños distintos y mostrar el desfase entre el gigante y los hombres pequeñitos. Poca cosa, la verdad. Fuera de eso, de a ratos hay escenas con canciones de rock totalmente gratuitas, como si el director nos estuviera diciendo: “che, miren que esta es una película de Jack Black, hay rock y el tipo hace que toca la guitarra en el aire”. Pero no alcanza.
Para colmo, la película relee el libro original desde un lugar bastante feo. En Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift lo que primaba eran la sátira a personajes y temas de la época y la referencia a gobernantes, cuestiones de política y otras naciones. Pero si Swift ponía en tela de juicio al mundo de su tiempo a través de una fábula con un costado fantástico, el director Rob Letterman hace exactamente lo contrario. Más allá de las idas y vueltas del guión y de sus lecciones (el personaje de Black enseña, los liliputienses aprenden, después pasa al revés, etc.) la película se apoya en Liliput como si fuera un trampolín ya no para criticar el mundo conocido del que viene el personaje de Black (un mundo construido sobre el trabajo asalariado en donde el bienestar depende casi exclusivamente del puesto laboral que se ocupa) sino para enaltecerlo, como si al final el regreso de los personajes a Manhattan estuviera teñido de una irritante autoafirmación de sus ideas y de su visión de las cosas. Era claro que no hacía falta seguir al pie de la letra la propuesta del libro de Swift. Después de todo, el escritor interpelaba a una minoría de lectores capaces de decodificar con éxito el montón de referencias camufladas a la sociedad de la época (quizás esa rabiosa actualidad sea lo que hoy hace de su lectura una experiencia críptica y aburrida), mientras que la película le habla a un público masivo, y por eso las referencias ya no cumplen un rol satírico sino más bien uno que oscila entre la parodia y la cita, como se ve con Titanic, Avatar, Kiss, X-Men orígenes: Wolverine, Transformers, Star Wars, etc. Es decir, que muchos de los cambios que hace la película en relación al libro son necesarios. Pero que la crítica de la sociedad y la política se convierta en un saludo complaciente a la época, eso ya da cuenta de otra cosa muy distinta a un ajuste de propuestas. Más bien parece el cierre obvio de una película tibia y complaciente que nos dice que el mundo en el que vivimos es el mejor de los mundos posibles, y que a fin de cuentas uno se realiza subiendo de puesto en la oficina.