¡El horror!
Los viajes de Gulliver empieza con los títulos más feos que haya diseñado un hombre, hechos de letras blancas con una tipografía horrible sobre edificios y calles de la ciudad de Manhattan. Lo que sigue después de esa presentación no es mucho mejor. Se trata de la historia de un señor apellidado Gulliver que termina accidentalmente en la tierra de unos hombres pequeños llamada Liliput. Este Gulliver no es, como en la novela original de Swift, un médico y aventurero de principios del siglo XVIII, sino un hombre del siglo XXI que se ha quedado estancado durante años en un mismo e insignificante trabajo como repartidor de correo, que está enamorado de una mujer pero apenas se anima a dirigirle la palabra, y que llega a esa tierra de fantasía a partir de una asignación laboral.
En medio de esta trama hay situaciones forzadas (un empleado que logra ascender con apenas un día de trabajo), no una sino dos historias de amor en donde las parejas no tienen la menor química, chistes viejos y estúpidos capaces de plantear que un tipo apagando un incendio con meo es gracioso, y efectos digitales de mala calidad que llenan la pantalla de feísmo visual. Dentro de esta sucesión de desaciertos se destaca un solo momento cómico (el de Gulliver siendo obligado por una nena gigante a ser su muñeca) y la curiosidad malsana de ver a actores talentosos trabajando de una manera groseramente desganada: a Jason Segel limitando sus actitudes cómicas a poner caras de idiota o a Amanda Peet limitándose a sonreírle tímidamente a Jack Black como si eso bastara para convencernos de que está enamorada de él.
Párrafo aparte merece Jack Black, que no parece estar interpretando algo de manera desganada sino decadente, como un cómico que está en sus últimas instancias y repite de la peor manera posible las cosas que hicieron de su forma de hacer comedia un sello propio. Ver a Black haciéndose el rockero exaltado una y otra vez (en una película en la que, por otro lado, el rock no tiene nada que ver con nada), imitando a aquel Dewey Finn de Escuela de Rock en versión destrozada y carente de energía, se ha transformado en el momento cinematográfico más penoso en lo que va de este joven 2011. Si uno aguanta hasta el final puede ver incluso un verdadaro monumento a la verguenza ajena: el número musical antibélico liderado por el propio Black, una canción con mensaje final antibelicista de una puerilidad espantosa que viene acompañada de una coreografía consistente en un conjunto de actores dando dos o tres saltitos y haciendo la ola de vez en cuando. Por cierto, el doblaje al castellano que se hizo de esta cosa es tan malo como la película. En conclusión: una mierda.