Cuestión de tamaño... y de dejadez
Los viajes de Gulliver era una elección obvia a la hora de pensar en algo para procesar en esa máquina de contraponer tamaños que es el formato tridimensional. Pero es posible que en el futuro esta nueva versión de cinematográfica de la serie de novelas de Jonathan Swift sea recordada, más que como “la Gulliver en 3D”, como “la Gulliver de Jack Black”. Eso, en caso de que sea recordada. Esta es la segunda ocasión, después de King Kong, en que el actor de Escuela de rock debe afrontar cuestiones de escala. Y Black repite aquí el que a esta altura da toda la sensación de ser su monopersonaje: el del adolescente crecido, que supo hallar en el rock la razón de su vida y se lo aúlla al mundo, con gestos y sobreagudos dignos de Angus Young.
Al ser uno de los guionistas Joe Stillman (histórico de Beavis & Butthead y de Shrek), no llama la atención que Lemuel Gulliver no sea aquí un ex cirujano del siglo XVIII, sino un oscuro empleado de The New York Tribune, en la más crasa actualidad. Enterrado en la sección Correspondencia, con tal de hacer contacto con la soñada editora de Turismo (esa linda por definición que es Amanda Peet), Lemuel hace lo que cualquier periodista de raza: acepta una nota sin tener idea de cómo escribirla. El problema es que la resuelve apelando al más estricto copy & paste. Alucinada con los talentos del farsante, la chica lo premia con una nota en Bermudas. A la altura del Triángulo, el yatecito de alquiler de Lemuel (temerariamente llamado Titanic) se extravía, el muchacho es arrastrado por un tornado y pierde el conocimiento. Cuando lo recupere, estará tendido en una playa y atado de pies a cabeza, con un ejército de liliputienses sobre él.
Apuntada en primera instancia al público infantil, esta nueva versión de Gulliver apela sobre todo al anacronismo a la hora de resolver la coexistencia entre el tipo del siglo XX y el mundo posmedieval de soldaditos al que ha ido a parar, lleno de intrigas palaciegas, generales conspirativos y guerras entre reinos. Al más puro estilo Shrek 2 y Shrek 3, la pereza impera a la hora de construir ese mundo, limitándose a dar de él un borrador elemental y poniendo toda la pólvora en chistes esporádicos y ocurrencias circunstanciales. Hay un incendio y el gigante lo apaga orinando; a la mañana, dos liliputienses llenan su cafetera eléctrica, paleando granos de café como si fuera carbón. Y así.
En medio de esa dejadez, tres grandes escenas. En una de ellas, suerte de bonus track de Escuela de rock, Gulliver le enseña a un plebeyo (el inane Jason Siegel) a seducir a la princesa (desabrida Emily Blunt), haciéndole repetir la letra de “Kiss”, de Prince. Otra roza la genialidad, pero la deja ir: en un escenario que remeda una pantalla de tele, Gulliver se hace representar sus películas favoritas (La guerra de las galaxias, Titanic), haciéndoles creer a sus anfitriones que esas proezas son su vida. Finalmente, la gran escena en la que los tamaños se invierten y el gigante, ahora pequeño, es usado (vejado) como muñeca por una siniestra niña rubia. Pero es tanta la indiscriminación que dichos hallazgos se ponen en pie de igualdad con la infeliz idea de recrear esa tontería llamada Transformers.