Cada tanto, muy de vez en cuando, nos llega alguna noticia del cine colombiano. Nada que temer esta vez: Los viajes del viento, la película de Ciro Guerra, se parece tan poco a la prolija sordidez de Rosario Tijeras, por ejemplo, que enrostraba su obligado muestrario de iniquidades arrancadas de la sección policiales del noticiero de la tarde al que se añadía (con toda comodidad, faltaba más) una estética lustrosa de segundo grado, como al tipo de ficción televisiva colombiana que se suele ver por aquí, esa clase de cosa por la que se deslizan, como en una pasarela, centenares de narco groupies que no importa si con las tetas recién hechas se ganan o no el paraíso. Sin embargo, hay presencia argentina tanto en Rosario Tijeras como en la película de Guerra: el escritor Marcelo Figueras (habitual colaborador de Marcelo Piñeyro) está como guionista en la primera, mientras el Incaa, por su parte, participa en la financiación de la segunda. A cada uno los méritos, o la falta de méritos, que le correspondan.
Los viajes del viento resulta ser una película por lo menos curiosa, que despierta a priori el interés por la cinematografía del país de Andrés Caicedo (para qué hablar de García Márquez, o en su defecto de Uribe, si podemos hablar del inolvidable caleño). Sus imágenes errantes, extrañamente libres, parecen ceñirse al paisaje que retratan solo para arrancar de allí enseguida y configurar una topografía nueva, más un espacio mental que otra cosa. La película parece deberle tanto a la tradición colombiana como a la europea, a partir de la cual la narración funciona según la estructura del “viaje del héroe” (la referencia la dio el director en una entrevista).
En Los viajes del viento, que abre con un funeral y cierra con otro, un chico sigue a un viejo músico, en verdad se le pega como un perrito faldero, a través de vastas zonas agrestes del norte de Colombia. No hay mucho más que eso, en principio. O si lo hay, en verdad no importa tanto. Guerra se detiene en el murmullo del viento, en las matas de pasto que se agitan, en el espléndido esmerilado del cielo. No se trata sin embargo de una “película de paisajes”, de una sucesión de vistas para el gozo exclusivo de ojos perezosos, aunque de a ratos uno se sienta tentado a creer lo contrario: la discreta intención del director acaso sea la de fundir a sus dos protagonistas con el fondo para dotarlo, en un gesto abrupto (pero lleno de ambición), de la rara y paradójica contundencia de la que se alimentan los sueños. El chico y el músico (el chico también es músico pero todavía no lo sabe) atraviesan campos que parecen mares de espigas doradas o se ven envueltos en extraños lances propios del folklore del vallenato (la hermosa música cuyas ráfagas engalanan aquí y allá la película) como las “piquerías”, esos duelos en los que los contendientes improvisan letras desafiantes, al modo de los payadores, mientras se acompañan prodigiosamente con el acordeón. De allí surgen algunos de los momentos más felices y también genuinamente melancólicos de la película. Es que todo está teñido de un leve aire onírico en Los viajes del viento, como si Guerra postulara con un dejo de amargura la pertenencia de ciertas formas de arte popular, ciertos usos y costumbres (la palabra que abarca todas esas prácticas podría ser “cultura”) a los límites de un reino perdido y olvidado, una zona que el mundo moderno parece haberse decidido a ignorar y dejar de lado, y que solo puede ser sostenida a fuerza de voluntad. Los viajes del viento (que ya se sabe que sopla donde se le da la gana) parece diseñada con la dedicación y el empeño con el que trabajan las fuerzas de la naturaleza.