Es realmente satisfactorio, de vez en cuando, ver en pantalla gigante un trabajo visual realmente meticuloso, armado, plástico. Es un placer para los ojos tener frente a uno, paisajes increíbles fotografiados de forma soberbia, con calidad pictórica, sentido artesanal, sin necesidad de tener que retocar la imagen en post producción o agregarle efectos visuales. Tomarnos el tiempo, esculpir en el tiempo, como decía Tarkovski para entender como está compuesto un cuadro.
La naturaleza nos provee escenarios increíbles, que por suerte artistas de gran talla partiendo de maestros como Kurosawa o Herzog han sabido aprovechar para nutrir a sus relatos de una belleza incontenible. A veces el paisaje provee la idea de qué filmar, a veces la cultura, a veces los integrantes de estas comunidades, sus costumbres, ritos, mitos…
Abundan ejemplos de este tipo de cine en latinoamérica y pareciera que tenemos mejores directores de fotografía que narradores. Por más que todos estos elementos estén presentes en las películas, a veces las narraciones no fluyen. Los directores apelan al minimalismo de forma vaga y obvia, o critican costumbres desde una óptica burguesa, convirtiendo historias mínimas, en telenovelas rurales orientadas a un público masivo lacrimógeno. La fama adquirida es una falacia construida sobre la base de hacer un cine social hipócrita, que triunfa más afuera que adentro, que impacta sobre un público urbano, pero que los integrantes de dichas sociedades expuestas, no encuentran la identificación que los realizadores pretendieron filmar.
Y así es como ponemos en un pedestal a realizadores sobrevalorados como Iñarritú, Cuarón, Reygadas o Plá. Todos ellos no niego que sean talentosos, pero a veces las imágenes que resultan tan llamativas y atractivas para cierto público no se asocian con la realidad. No niego que la primera vez no me haya cautivado ver Amores Perros o Japón, pero fue con películas que no llegaron al cine y recurren al golpe bajo, el sentimentalismo e imágenes demasiado elaboradas para una narración no demasiado sólida como El Desierto Blanco de Plá o Noticias Lejanas de Ricardo Benet… Digamos que estas películas me hicieron un poco abrir los ojos y ver que hay detrás de una excelente fotografía y una gran puesta en escena. Y fue desilucionante no solamente no encontrar mucho, sino que todas se empezaban a parecer de una forma u otra. Bueno, lo que suele pasar con el cine estadounidense a fin de cuentas, sea de estudio o “independiente”.
Pero Los Viajes del Viento, segunda obra del joven Ciro Guerra es un notable descubrimiento, una verdadera sorpresa que logra evadir los lugares comunes del cine social latinoamericano, sin por eso perder una cultura latinoamericana. Planteada como una road movie, la película parece deberle más al cine de Sergio Leone o de Glauber Rocha que a algún cineasta latino contemporáneo. Quizás se podría buscar simetrías con la propuesta de Albert Serra, Honor de Caballería, pero con mayor sentido de la estética, menor pretensión hacia la polémica y por supuesto mejor trabajo en la dirección de actores, perfil de personajes y profundidad dramática, porque aunque no lo parezca esta historia le debe mucho al cine clásico o a los westerns, no solo de Leone, sino de Ford y Hawks.
Ignacio Carrillo (el músico Marciano Martínez) es un acordeonista juglar retirado en un pueblo muerto del norte de Colombia. Tras la muerte de su esposa decide cumplir una vieja promesa de un día para el otro: devolverle el acordeón que lo acompañó toda su carrera a su maestro, que lo construyó. A galope de mula, Carrillo parte lentamente a la aventura. Pronto a empezar el viaje se cruza con Fermín, un joven aspirante a músico que pretende que Carrillo le enseñe a tocar el acordeón. A cambio, él le hará compañía y le servirá para lo que necesite en el viaje. Ignacio es hosco, resentido, soberbio, pero acepta la compañía. Fermín lo acompañará a pie por desiertos, bosques, playas y montañas para que pueda concebir su fin.
El viaje demandará algunas vicisitudes, para conseguir comida, Carrillo tendrá que enfrentarse a otros juglares, y se entablarán duelos que remiten tanto a la Edad Media como al lejano Oeste. Mezcla de película de aventuras y narración de contemplación, lo que se destaca de la película es la austeridad de los personajes, que nunca pierde su tono, elementos absurdos y fantásticos que aparecen de manera sutil. Guerra junto con el excelente fotógrafo Pablo Pérez, y una gran banda sonora, logran generar un clima tenso, reflexivo, atrapante y cautivante en las imágenes.
La narración integra temáticas típicas del género, como las desavenencia entre dos generaciones, el maestro desencantado y el aprendiz esperanzado, idealista. El clima es el tercer protagonista, el viento está presente en todos los planos, el calor como enemigo. Y eso influye también sobre los personajes que encuentran en el camino. Pero, sin duda lo que más se palpa, son las huellas de El Quijote de Cervantes, sin el sentido del humor, por supuesto, pero en lo estrictamente superficial, la relación de Fermín e Ignacio guarda similitudes con la obra del escritor español. Dos almas varando por el desierto con una misión en apariencia maldita.
La figura del diablo está latente en cada detalle, desde los mitos narrados por los personajes que aparecen en el camino hasta los cuernos del acordeón. Es cierto, que a pesar de tantas aventuras, la solemnidad y falta de humor en el relato, terminan realentando la historia y por momentos, a pesar de subyugarnos a la fotografía, la película se hace un poco monótona y repetitiva. Es razonable pensar que le sobren por lo menos 15 minutos de metraje. Mas, Guerra, evita caer en la melosidad, sentimentalismo y dramatismo telenovelesco. Logra mantener una distancia prudencial de las emociones fáciles, y en cambio se contagia de la frialdad del antihéroe.
Es probable que ya hayamos visto esta película antes, pero es un orgullo que dentro del cine latinoamericano se pueda encontrar una obra con identidad latina, identidad cinematográfica, deleitable fotografía, y creíbles interpretaciones (la pareja protagónica es soberbia). Las habrá mejores, sin dudas, pero si empezamos con el juego de las comparaciones, Los Viajes del Viento, saca leguas de distancia a la mayor parte del cine latinoamericano actual. Esperemos que no se la lleve el viento…