Como la visita guiada de un museo.
Es indiscutible que los realizadores Dorota Kobiela y Hugh Welchman (polaca ella, británico él, mismos orígenes de la financiación de su film) aman a Vincent. Típico exponente de prodigio técnico y humano puesto al servicio de una idea cinematográfica, loable por el esfuerzo y pasión necesarios para ponerla en marcha, cualquier documental más o menos informado sobre la realización de Loving Vincent sería más interesante que la película en sí misma. Los datos pueden apilarse y apilarse: guion visual creado a partir de 134 pinturas de Van Gogh, rodaje con actores de carne y hueso en apenas doce días, rotoscopiado manual a la vieja usanza realizado por más de mil artistas y animadores, 62.450 pinturas al óleo registradas luego por otra cámara para la versión animada final (a 12 cuadros por segundo), casi un lustro de realización si se toman en cuenta todas las etapas. El resultado, sin embargo –tanto a nivel narrativo como plástico– es poco estimulante, más allá de lo maravilloso que puede resultar, durante algunos segundos, el hecho de asistir al “milagro” de ver un cuadro del famoso pintor holandés adquirir movimiento. O, si que quiere, vida (aunque la expresión no deja de ser algo engañosa).
Más allá del reconocimiento popular de algunas de las obras más famosas del autor de “La noche estrellada” y “El dormitorio en Arlés”, es la figura misma de Van Gogh –con sus sufrimientos creativos y espirituales a flor de piel– la que se ha transformado en exponente máximo del artista angustiado y dolorido, en lucha contra sí mismo y aquellos que lo rodean e incluso aman. Es tal vez por esa razón que el cine ha recorrido sus pasos y trazos en más de una ocasión, del romanticismo excelso y multicolor de Vincente Minelli en Sed de vivir al minimalismo melodramático de Pialat en Van Gogh, pasando por las convenciones del biopic de Robert Altman en Vincent y Theo, los tres largometrajes más prominentes basados en su vida. La aproximación de Loving Vincent a nivel temático resulta tan básica como la de una novela histórica poco inspirada: los últimos meses de vida del pintor disparan una serie de elucubraciones acerca de sus actividades y relaciones, su vínculo con el médico, mecenas e imitador Paul Gachet, la posibilidad de un último y destructivo amor, el suicidio que podría no haber sido tal, entre otros intríngulis.
Para ello, el relato imagina, en la figura de un joven que debe entregar cierta carta firmada de puño y letra por el artista (Armand Roulin, inmortalizado en un lienzo de 1888), a una suerte de detective en busca de ese elusivo Rosebud que ilumine toda una vida (y una muerte). Ese camino, poblado de recuerdos recientes y revelaciones constantes, va descorriendo el velo a lo largo de noventa minutos, y el encuentro con personajes salidos de diversas creaciones de Vincent van Gogh –todos ellos interpretados por actores y actrices británicos– adquieren las características de estaciones explicativas, como en la visita guiada de un museo. El atractivo visual de los primeros tramos se difumina rápidamente y el trabajo formal adquiere una dimensión paradójica: más allá de la esforzada manualidad inherente al proceso de realización, por momentos –en particular durante los flashbacks, en estricto blanco y negro a imitación de la carbonilla– el resultado se acerca bastante al de un posible software que delineara un sucedáneo de la pintura postimpresionista de manera automática.