Una experiencia hipnótica desde lo visual, pero que no alcanza para ser una buena película.
Vincent van Gogh dividía su tiempo entre los pinceles y las plumas. A lo largo de su vida pintó más de 900 cuadros e hizo 1600 dibujos, pero también escribió una innumerable cantidad de cartas, sobre todo a su hermano Theo. De las 800 que se conservan actualmente, unas 650 fueron para él.
Loving Vincent imagina el destino de la última de ellas, una que envió poco antes de morir y nunca llegó a las manos de su hermano porque Theo murió menos de un año después. El encargado de encontrarle un destinario final será Armand (Douglas Booth), el hijo del cartero y amigo de Van Gogh, Joseph Roulin.
El film de Dorota Kobiela y Hugh Welchman impacta por su particularidad estética, y no mucho más. Sus poco más de 90 minutos de metraje están compuestos exclusivamente por imágenes realizadas por pintores e ilustradores que replican el estilo y la paleta de colores del autor de La noche estrellada, Autorretrato herido y Puesta de sol en Montmajour.
El problema con Loving Vincent es el mismo de casi todas las películas concentradas más en su forma que en la manera de articularla con el relato. La historia continúa con Armand rastreando la huella de Van Gogh en charlas con quienes lo conocieron y que el film ilustra con flashbacks al uso, en una secuencia que se repite una y otra vez hasta volverse un acto reflejo. Académica aunque bella, trillada a la vez que original, poética pero solemne, Loving Vincent es sin duda una experiencia hipnótica y cautivante de punta a punta. Que eso sea suficiente para una buena película es otra cuestión.