Hace poco un amigo aficionado al terror me decía, mientras recordábamos El exorcista (1973), que a él no lo convence demasiado la nueva versión del film que se difundió en 2000. No le gusta la escena en la que Regan baja las escaleras en cuatro patas porque, según él, al hacer salir al personaje de su habitación se quiebra el cerco de ese espacio pequeño, extraordinario pero a la vez bien delimitado, que el relato venía construyendo como polo del horror. Sin la intención de discutir este caso particular (para lo cual, con todo gusto, debería volver sobre el film de Friedkin), divagué hacia otros espacios emblemáticos del género y confirmé nuevamente que el inconmensurable fuera de campo al que nos conduce esa puertita aspiradora de Poltergeist (1982) sigue siendo uno de los puntos ciegos más maravillosos de la historia del cine. Y el televisor encendido que hipnotizaba a la nena sólo pretendía abrir aún más el abismo. La pantalla no devolvía certezas.
Más allá de la acotada tecnología que podía ofrecer el saber científico dentro de estas ficciones, en aquellas épocas no había tantos gadgets ni cámaras ni monitores que oficiaran de mediadores entre uno y la acción fílmica. Lo que se veía y se padecía ocurría una sola vez, para personaje y espectador. Para las víctimas no había rewind ni laptops ni panópticos hogareños a los cuales volver para chequear las dudas de la percepción. Hoy muchas películas del género, especialmente en la vertiente de fantasmas, zombies y posesiones diabólicas, parecerían no poder prescindir de la cámara dentro de la diégesis (Actividad paranormal, El último exorcismo, Terror en Chernobyl, REC, Con el diablo adentro). Y muchas veces, como en la fallida Donde habita el diablo (Emergo), no sólo hay cámaras sino otros artefactos (para el sonido, las ondas electromagnéticas y demás) desplegados para capturar señales de lo extraño y ver si es posible trazar alguna suerte de frontera. En estas ficciones los espacios son muchas veces fragmentarios y vaporosos (la propia cámara en mano así lo impone) o son revisitados, multiplicados o congelados en pantallas diversas. El Mal también se virtualiza y se licúa, y ya no es tan fácil ver brotar su aura en los espacios únicos y concentrados de otras décadas (aunque parte de esa fuerza escenográfica cada tanto reaparece, como en la reciente Chernobyl o en la primera Actividad paranormal). Tal vez estemos asistiendo a la saturación de esta tendencia. Los títulos que ahora voy a comentar justamente se apartan de esta propuesta y funcionan a partir de una relación más transparente entre el meganarrador del film y el espectador. Sin embargo, ambas películas necesitan apelar a la tecnología para determinar la distancia con lo desconocido.
Posesión satánica (The Possession) es una película clásica. Un espíritu invade el cuerpo de una niña y comienza la metamorfosis, con una rosca atractiva: el demonio inquilino no es en verdad tan “espirituoso” y exhibe una materialidad pocas veces vista en el cine de exorcismos. Y cuando llega el momento de verificarlo ante los ojos de los personajes, el relato no acude a la inmediatez de la filmación casera sino a un estudio clínico. Todo el uso que hace el film de la tecnología se limita a una escena en donde la familia de la niña es testigo de una tomografía computada. Y la imagen fluorescente lo revela: dentro del pequeño cuerpo aparece la silueta de otro cuerpo. La madre observa con espanto lo que el espectador ya sabía. Pero nunca hay contraplano de la mirada de los médicos ni se vuelve a mostrar el marco completo de la situación, como si por un instante, por su invalidez, la ciencia fuera directamente desterrada del mundo. Uno siente que ahí, justo al borde del clímax, podría haber nacido otra película. Pero The Possession es un film absolutamente convencional e irritantemente conservador.
En Luces rojas (Red Lights) el conflicto trasciende las visitas satánicas, pues aquí la historia presenta un verdadero popurrí de lo sobrenatural: conexión con el más allá, telequinesis, telepatía, videncia, curaciones del cáncer al estilo filipino, provocación volitiva de terremotos, trucos onda Tu Sam y otras rarezas varias que en su mescolanza arbitraria no le hacen nada bien a la película. Aquí la tecnología cumple un rol fundamental, ya que los científicos protagonistas (Sigourney Weaver y Cillian Murphy) se dedican a investigar fenómenos paranormales para desmontarlos como fraudes. No importa si quien se asume “psíquico” es un ciudadano común o un famoso showman: ellos van con sus equipos, sus radios y sus cámaras para producir un documento que divida claramente lo racional de lo inexplicable. Primero lo desenmascaran a Leo Sbaraglia (con estrategias que hace veinte años ya delataba con mucha más gracia el film Milagro de fe, protagonizado por Steve Martin), y luego es el turno de Robert De Niro, a quien le hacen un inmaculado test avalado por las mayores eminencias en el tema (una secuencia elíptica y confusa). Y efectivamente, será una imagen analizada al detalle con ayuda de la computadora la que otorgará la clave de lectura final. Pero la evolución de Luces rojas encierra tantas trampas que cuando la epifanía parece llegar de verdad, sus consecuencias ya no nos importan, y lo que debería jugar como imagen-indicio pierde entonces todo valor de contraste. Básicamente: una película voluble como sus protagonistas.
Las escenas iniciales de Luces rojas me remitieron a un film que comenté el año pasado, Insidious, una de esas experiencias que crecen en el recuerdo, una película que pasa de lo mínimo a la exuberancia y sin que nos demos cuenta transforma el espacio cotidiano en plataforma de un angustiante carnaval.