El gran truco
Enterrado, segunda película de Rodrigo Cortés después de la aquí inédita Concursante y primera de relevancia mundial, había dividido aguas: para muchos, la historia de un camionero norteamericano al servicio del ejército (Ryan Reynolds) que despertaba dentro de un ataúd varios metros bajo tierra era un gran thriller, partes iguales de claustrofobia y tensión. Para otros, en cambio, se trataba de un melifluo ejercicio formal atravesado por una única idea/hipótesis -¿cómo hacer una película enteramente filmada dentro de un cajón?- que, para colmo de males, se engañaba a ella misma rompiendo la coherencia espacial con un travelling ascendente e imponiéndole al guión una vuelta de tuerca engañosa y, consecuencia directa de lo anterior, detestable En ese sentido, Luces rojas tiene también todos los elementos para polarizar opiniones: una historia fantástica y ambiciosa, audiovisualmente rimbombante, que ensaya otra vuelta de tuerca -¿marca autoral de Cortés?- tan innecesaria como simplista.
Estrenada en el último Festival de Sundance, el opus tres del gallego comienza con dos científicos y docentes universitarios (Sigourney Weaver y Cillian Murphy) arribando a una casa supuestamente habitada por espíritus. Allí queda claro que su trabajo consiste en validar o no la presencia de fenómenos paranormales, sacando a luz que en la mayoría de los casos se trata de meros fraudes y engaños. Así, a lo largo del primer tercio de película se desenmascararán diversos casos, entre ellos el del mentalista apócrifo interpretado por Leonardo Sbaraglia, entre cuyos defectos está el de ser argentino (“Alguna vez van a averiguar que es argentino. Entonces sí estaremos en problemas”, dirá una de sus asistentes).
No pasará demasiado tiempo hasta que la dupla le eche un ojo a un famoso psíquico ciego (Robert De Niro) que planea volver a la escena pública con una serie de shows después de varios años de ostracismo. A partir de ese momento, la pareja comienza el largo camino para develar los mecanismos de la potencial estafa, al tiempo que la atmósfera de la película empieza a dejar de lado la búsqueda de suspenso para abrazar un enrarecimiento en el que todo lo circundante puede ser producto de una manipulación. Así, Cortés hibrida la megalomanía metafísica de Christopher Nolan más “serio” (El gran truco es quizá la relación más directa posible) con la paranoia de Richard Kelly: no es casualidad que el apellido del personaje de Weaver sea Matheson, el mismo del autor del cuento Button, Button, en el que el director de Donnie Darko se basó para su última película, La caja mortal.
Ahora bien, si se toma el potencial resultado de la combinación y se la transpola a una película cuyo eje está en la viabilidad de fenómenos metafísicos tan variados como doblar cucharas y desviar el chorro de agua de una canilla hasta la cura de parálisis corporales, el resultado podría ser más bien cómico. Pero Cortés se vale de eso para construir una película cuyo mérito principal es el de creer profundamente en lo que cuenta y muestra, impidiendo así que todo el asunto se desbarranque por el precipicio del absurdo irredento o la chabacanería religiosa. Así, podría decirse que Luces rojas es una apropiación de la histórica dualidad antipódica entre la fe y la razón, el positivismo más recalcitrante y la posibilidad de que la ciencia sea una disciplina insuficiente, atravesada por una cuota de fantasía.
Pero Cortés se pasa de rosca con el dogma Nolan del cine como construcción racionalista en la que cada pieza debe encajar a la perfección en la totalidad, recurriendo así a la sobre explicación cartesiana del asunto en una vuelta de tuerca tan inesperada como tranquilizadora. Así, en lugar de ir a fondo con la apuesta, Luces rojas se queda en la medianía tranquilizadora y borra con el codo todo lo anterior. Casi como un acto de magia del que los mismos protagonistas renegarían.