Bautizada por el demonio
Este 15 de marzo se estrena Luciferina, primera parte de lo que será la “trilogía de las vírgenes” que nos propone el realizador Gonzalo Calzada (Resurrección). Ya tuvimos posibilidad de verla y sin lugar a dudas la recomendamos.
Natalia (Sofia del Tuffo) pasa sus días en un convento, hasta que es notificada de la muerte de su madre y decide volver a su casa. Allí se encuentra con su padre postrado y su hermana Ángela (Malena Sanchez), quien parece ser una estudiante aplicada de psicología y padece un vínculo violento con su novio Mauro (Francisco Donovan). Descubre, además, que el altillo donde reposa su padre está lleno de pinturas que hizo su madre antes de morir, en las que se replican temáticas relacionadas con el útero, la maternidad, la fertilidad femenina. Ángela le cuenta que, tras haberse hecho un aborto, irá con sus amigos a visitar un chamán para realizar una ingesta de ayahuasca. Sintiéndose ajena a la casa y a su propio padre, Natalia acompaña al grupo de jóvenes, al principio sin escuchar su propia necesidad de saber quién es, pero encontrando respuestas al final de la experiencia, que involucran demonios y posesiones.
Uno de los hilos temáticos principales, y más interesantes, es el juego con la identidad. Natalia parece haber ingresado al convento sin estar convencida, solo para huir de cierta incomodidad en su hogar, motivación que le cuestiona su hermana. No parece tener vocación de servicio o entusiasmo por la fe religiosa, al contrario, se la ve desafiante y con pocas ganas de seguir reglas. Sabe lo que no quiere, pero no sabe lo que quiere. Los otros jóvenes del grupo, compañeros de la facultad de Ángela, parecen hacerse preguntas similares, sobre todo Abel (Pedro Merlo), quien incluso ha dejado la carrera y confía que la experiencia espiritual lo ayudará con ciertos problemas médicos. Tras el ritual, cuando la trama gira y comienzan a aparecer los demonios y las posesiones que todos esperábamos y el terror se hace más carnal, la pregunta por la identidad cobra otro sentido ¿No deben saber acaso aquellos que ejecutan los exorcismos, los nombres de los demonios para expulsarlos?
Otro punto atractivo es cómo se construyen estas posesiones, que no se insertan en un marco religioso excluyente: la aparición de la ayahuasca y la noción de autoconocimiento tanto del alma como del cuerpo son fundamentales para que la acción llegue a buen puerto, la resolución no se ciñe sólo a oraciones y agua bendita. Toma algunos elementos clásicos del subgénero a la vez que incorpora todo un nuevo universo, haciendo que la intriga se vuelve atrapante y el espectador no pueda predecir con claridad cómo se resolverá.
Mencionábamos antes la aparición de la sexualidad femenina y su relación con la maternidad en las pinturas de la madre, tópico que se extiende hasta el final y replica en diferentes niveles. Es evidente en el aborto que menciona Ángela o en la cruz que porta Natalia, que se asemeja más a un órgano reproductor femenino que a un crucifijo, y es más subliminal en las formas del techo del altillo donde reposa el padre, bajo y a dos aguas, generando la sensación que ese recinto es un enorme útero. Esta doble aparición de los temas (a nivel narrativo y reforzados en elementos visuales más simbólicos) muestra un diseño de producción digno de ser mencionado: no daba lo mismo que el padre esté recluido en ese altillo o en una habitación con enormes ventanales.
La construcción sonora termina de reforzar los momentos más escalofriantes, en los cuales el manejo del cuerpo de los actores, sobre todo de Pedro Merlo, sostienen la tensión sobre todo en el tercer acto.
Luciferina es una historia dentro subgénero de posesiones que introduce algunos elementos innovadores, reforzada por una intención temática, una buena mezcla de sonido y actuaciones verosímiles. Tanto por el sonido como por el manejo de la luz en determinadas secuencias, vale la pena verla en sala.