El director y guionista francés Luc Besson, en Lucy, mezcla ideas con explosiones y se hunde en el ridículo. Propone que los seres humanos sólo usan el diez por ciento de su cerebro, un mito comprobadamente falso. La realidad es que, aunque no lo hacemos todo el tiempo y en todo momento, a lo largo de un día, aprovechamos casi la totalidad del cerebro. Pero esto a Besson no le interesa. Nadie pide que una película sea una clase magistral de ciencia. El problema, justamente, es que Lucy pretende serlo.
Morgan Freeman interpreta al Profesor Norman, quien brinda una ponencia sobre el tema del diez por ciento. No lo expone como un mito sino que lo presenta como una posibilidad científica, y sus oyentes lo toman absolutamente en serio. Las alucinadas palabras del profesor, tan sinceras como disparatadas, están yuxtapuestas con imágenes de animales salvajes, maravillas naturales, proezas de la ingeniería humana y las peligrosas aventuras de Lucy, la protagonista. En las primeras escenas, es capturada por mafiosos coreanos, torturada, cuestionada y adormecida. Mientras permanece inconsciente, sus secuestradores insertan en su abdomen una bolsa con una droga experimental, que ella estará obligada a contrabandear. Sin embargo, al despertar, Lucy se pelea con uno de los guardias y recibe una patada en la panza. La bolsa se rompe, la droga infiltra su sistema sanguíneo y, sorprendentemente, activa las áreas latentes de su cerebro. Con las horas, aumenta su poder mental y adquiere asombrosos poderes: telekinesis, hipnosis, memoria infinita (como el Funes de Borges) y la posibilidad de interactuar con computadoras y electrodomésticos, espiar a través de las paredes, visualizar las señales de los celulares y viajar a través del tiempo, que ella manipula como si la vida misma fuera una pantalla táctil.
Los diálogos, solemnes y lapidarios, cuestionan lo que sucedería si desencadenáramos los rincones inutilizados de nuestro cerebro. Pero como tales rincones no existen, las reflexiones se pierden en un vacío. En otros tramos del film, Lucy, convertida en súper-heroína, descubre que ya ni siente ni piensa como un ser humano. Pero sus dudas existenciales son triviales comparadas, por ejemplo, con las del Dr. Manhattan en Watchmen. El autor de aquel genial comic, Alan Moore, entendió que la (improbable) ciencia detrás de la transformación atómica de su personaje no era muy interesante, y decidió resaltar, en cambio, las implicancias filosóficas y políticas de un hombre-dios. Besson hace lo contrario: desatiende las implicancias y destaca la (pseudo)ciencia. Despilfarra millones de dólares en explicar e ilustrar (didácticamente) una idea estrafalaria y desarrollar sus extravagantes e imposibles consecuencias. Y lo hace a través de un emocionante operativo de efectos especiales y acrobacias digitales.
Los antecedentes genéricos de Lucy son los mismos que los de El Quinto Elemento, aquella comedia de ciencia ficción que Besson filmó junto a Bruce Willis. En ambas se nota la influencia de la revista Metal Hurlant y los comics europeos de los setenta y ochenta, como los ilustrados por Moebius y escritos por el místico Alejandro Jorodowsky: protagonistas arquetípicos, mujeres voluptuosas, tramas absurdas y una imaginación visual incuestionable. Lo que importa es el viaje, el “ultimate trip”, como en 2001: Odisea del Espacio, aunque sin el rigor científico. Lucy es una divertida catástrofe. A pesar de todos sus defectos -o, mejor dicho, gracias a ellos- nunca podría ser categorizada como simplemente mediocre. Alcanza niveles de esquizofrenia y sinsentido para nada comunes en el circuito comercial. Es una mala película que vale la pena ver.