La chica en el asiento de atrás.
En una de las tantas secuencias placenteras de este film, un taxista temeroso por su vida observa por el espejo retrovisor a Lucy. Ella acaba de subirse a su auto, con una bata de hospital y el rostro salpicado con sangre. Hay demasiado miedo y respeto en su mirada, irregular y entrecortada ante cualquier respuesta visual de la protagonista. Sin embargo, ¿de qué otra manera se puede observar a una chica joven, sensual y con un arma que parece fabricada únicamente para ser acariciada por sus manos?
La alocada trama de Lucy es conocida desde el momento en el que los críticos de todo el mundo se codearon con complicidad entre sí y escribieron entusiasmados sobre ella. Por si no sabés de qué se trata, más o menos la historia es así: una joven es usada de mula para transportar una poderosa e innovadora droga desde Taiwán. Antes de subirse al avión, Lucy es golpeada, lo que produce que el contenido se desparrame dentro de su cuerpo. En pocas palabras, estos pequeños cristales violetas le permiten usar la mayor capacidad de su cerebro, lo que le proporciona, entre otras cosas, controlar su propio organismo y el del resto de las personas.
Si esto te parece demente y sin demasiada seriedad, tenés razón. El estilo de Besson es de todo menos magro: hay ralentís, colores, montajes pseudo intelectuales (en particular uno con animales, como lo hace Szifrón en Relatos Salvajes) y efectos especiales puestos más al servicio del entretenimiento que al de la historia. Sin embargo, en medio de este frenesí, Besson a veces encuentra la forma de detener la avalancha que el mismo ha generado para centrarse en algunos detalles. Si toda la película se centra alrededor de Johansson, ella lo sabe perfectamente: su belleza puede cambiar de ruda a delicada con la facilidad con la que uno enciende la luz del baño. En la primera escena, la vemos con el look de una adolescente aniñada pero consiente de sus pecados, rebelde pero ansiosa por recibir su castigo. Su manera de pararse frente al chanta de su pareja es de una joven que ha sido criada en una cuna de oro y que su lugar en el mundo no es tanto Taiwán como sí un shopping de Miami. La ropa es su mayor evidencia: un tapado de piel encima de un vestido blanco -que a su vez simula, tímidamente, la corteza de una cebra- manchado con un rojo en la parte superior de su pecho. Cuando Lucy esté más cerca de ser un prodigio de los estupefacientes que una fanática de los frappuccinos, solo usará una remera blanca y unos pantalones aptos para cualquier movimiento brusco. Por otra parte, ¿qué otra cosa necesita vestir una mujer con ganas de vengarse?
Los momentos más divertidos de Lucy son aquellos en los que se muestra la capacidad cerebral que alcanza la protagonista con el correr de las horas. Parte de un mundano 10% (el que usamos todos, según la convincente voz de Morgan Freeman) para llegar a otros niveles. Ante cada incremento, la película se contorsiona de euforia, como si Besson le inyectase a su propia obra una dosis de la droga alojada en el cuerpo de Lucy. En este sentido, todo es menos un crecimiento de la capacidad de su protagonista que la cuenta regresiva al desquicio absoluto. El gran mérito del director acá es borrar los hilos de lo que sería el típico entretenimiento que no debe ser tomado demasiado en serio. En este sentido, Lucy se eleva por sobre otros films que se construyeron en el suelo del disparate (la buena-pero-tampoco-tanto Terror a Bordo, por ejemplo).
Recordando la película, creo que en Lucy (¿la respuesta femenina al universo de Nick Ray?) hay poca acción pero no por ello la experiencia es menos disfrutable. Es un film que de alguna manera se encarga de que le prestemos atención a lo que sucede en la pantalla porque eso será único e irrepetible. ¿Cuántas veces vas a ver a Scarlett Johansson tan bella y universal? Besson te obliga a que, en vez de usar el espejo retrovisor, veas a Lucy de frente y con los ojos bien abiertos.