Un monumento en vida para Luiz Inácio Da Silva
Siempre resulta incómodo levantar estatuas en vida, al menos verlo desde afuera: no es que el agasajado tal vez no las merezca, sino que se corre el riesgo de que la falta de perspectiva que da la contemporaneidad incluya la posibilidad de dar un paso en falso y se termine haciendo una pirueta ridícula en lugar de concretar un reconocimiento. La película Lula, el hijo del Brasil no llega a ese extremo en donde el homenaje se convierte en otra cosa más cercana a las lamidas y las chupadas, pero tampoco alcanza a hacerle justicia a la que se supone es la verdadera historia –¿Cómo se define qué es la verdadera historia? ¿Quién decide cuál es?– del presidente brasileño Luiz Inácio Da Silva. Lula, para los amigos. Eso sucede fundamentalmente por aquella falta de perspectiva; porque de tan conocida la historia, el relato cinematográfico se vuelve menor de manera inevitable. Así, transcurridos los 128 minutos de película, queda la sensación de que en algún vericueto de la trama se aligera ese elemento místico que hace de la vida de Lula una poderosa épica moderna.
La película comienza justo en los momentos previos al nacimiento del protagonista y termina antes de su primera postulación a la presidencia de su país. Es decir, los que se supone son los acontecimientos menos difundidos de la vida de Lula. La primera parte, la que narra su infancia, resulta una compilación de los problemas a los que la miseria extrema expone a los pobres de cualquier nación de América latina. Violencia doméstica. alcoholismo, abandono, hambre, exceso de progenie, trabajo infantil, y siguen las firmas. En ese caldo se coció la personalidad del pequeño Luiz Inácio y la película cumple en hacer ese retrato del modo más realista posible. De hecho, la golpiza que el pequeño Lula recibe de Aristide, su padre, claramente ameritaría la inclusión al final de los títulos de cierre de una variante de la clásica leyenda que avisa que “ningún animal resultó herido durante el rodaje de esta película”; que en este caso haría referencia a los niños actores. Lula, el hijo del Brasil se permite jugar con estereotipos cinematográficos a medida que la narración avanza. De ese modo aparecerá el recuerdo de Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, durante la escena en que un adolescente Lula y su hermano Ziza deben compartir un saco, para poder entrar al cine a maravillarse con las imágenes de viejas películas. O Love Story, cuando sobrevenga el drama romántico; o Romero, de John Duigan y varias de Costa Gavras, cuando el asunto se vuelva definitivamente político.
Recorriendo la vida familiar del hombre que torció el rumbo político de un país –y ayudó a hacer lo mismo con una región completa–, Lula, el hijo del Brasil repasa su vida sentimental, la relación con su madre, sus tragedias personales, pero también su ascendente carrera como líder del sindicato de metalúrgicos. Sobrecargada de música sutilmente intencionada, con un correcto manejo narrativo y una cuidada puesta, que incluye un buen trabajo de todo el reparto, la película de Lula es, sin dudas, otro exponente exitoso del género histórico que tantas satisfacciones dio a la televisión brasileña en el formato de telenovela diaria. Como en esos casos, la producción, el diseño y el arte son impecables en lo que atañe a la reconstrucción de época. A partir de esa relación podría decirse, sin temor a caer en un comentario burdo, que la película presenta la vida del actual presidente como un novelón histórico, comprimido en dos horas de metraje. Más allá de estas observaciones, Lula, el hijo del Brasil redondea un trabajo correcto. Y aun incompleto y falto de perspectiva, un válido monumento en vida para Lula, el hombre.