Filme muy menor, falto de peso cinematográfico.
Estamos ante una película incómoda. Incómoda porque estando Luis Inacio Da Silva en pleno poder de su Gobierno y de cara a una próxima contienda electoral en su país, uno no sabe cómo tomar a esta producción de Fábio Barreto y Marcelo Santiago: si como una chupada de medias algo desmedida en sus resonancias épicas o como una endeble construcción del ciudadano político en el que la realidad marca que se convirtió Lula. Si alejamos la mirada del contexto, Lula, el hijo de Brasil es un correcto melodrama con un registro cercano al de las novelas de la televisión brasileña, pero que cuando uno intenta hacer un paralelo con la historia oficial pierde por goleada.
Tal vez para apagar las posibles acusaciones que podrían caer sobre el film –siguiendo un programa similar al de Walter Salles con El Che en Diarios de motocicleta- lo que se cuenta va del Lula niño al Lula metalúrgico: sus presidencias quedan en un fuera de campo del que nos anotician un par de sobreimpresos en el final. Así, se podría decir que Barreto y Santiago evitan hacer un comentario sobre la presidencia de Da Silva y se dedican a construir una idea -o un intento de- del Lula ciudadano y de cómo esa persona que nació en la pobreza más grande, fue maltratada por su padre y luchó contras las injusticias, se convirtió en un carismático líder sindical con proyección. Y, principalmente, quieren dejar sentado cómo el vínculo con su madre (una notable Glória Pires) de alguna manera lo formó y lo motivó.
Lula, el hijo de Brasil se muerde la cola por sus propias ambiciones. Podríamos tomarlo como un mero melodrama, y ahí aceptar la relación de Dona Lindu con Lula (Rui Ricardo Díaz) como una bella recreación del vínculo materno-filial -tal vez demasiado bella-. Pero bien sabemos que esto es una recreación de otra cosa, y sería ingenuo pedirnos que no veamos esa otra cosa continuamente. Los directores no logran generar un verosímil cinematográfico completo como para que aceptemos eso que se nos cuenta desde el registro melodramático, ya que una y otra vez el peso de lo real (esas imágenes de archivo) nos dicen que tenemos que creer en esto, pero no desde el artificio. Difícil es, entonces, que no sintamos que nos están manipulando y construyendo personajes unidimensionales, sin manchas, excesivamente perfectos.
Y por otro lado, el Lula político que aparece en el film es difícil de creer. O, al menos, difícil de creer es que esa persona se haya convertido en el líder que se convirtió. Si cuando recién comenzábamos a conocer la figura de Luis Inacio Da Silva de este lado de la frontera nos hacíamos la idea de un líder sindical enérgico, cercano a la izquierda combativa con su Partido de los Trabajadores, el tiempo nos ha demostrado un personaje más conciliador, volcado a lo que podríamos definir ligeramente como una centro izquierda moderada. Y ese Lula, el moderado y concesivo, es el que pinta la película, uno que se horroriza ante la sangre derramada y que se parece más al Gandhi de Ben Kingsley.
Si todo esto ayuda o no a la popularidad de Lula Da Silva, no es materia de opinión para nosotros. La elección de este film por parte de Brasil para competir por el Oscar a Mejor Película Extranjera ha levantado polvareda en su país y ha puesto de relieve la falta de peso cinematográfico de Lula, el hijo de Brasil. El film de Barreto y Santiago es apenas un panfleto melodramático que intenta instalar no al Lula político, sino al Lula ciudadano; ese otro traje que deberá vestir dentro de unos meses cuando deje la presidencia de su país. En todo caso, sirve para que nosotros nos preguntemos si un producto como este sería posible en la Argentina y de ahí sacar alguna conclusión sobre cómo anda nuestra civilidad.