Romance con brillantina
Hay -o hubo- un malentendido con respecto a la serie Crepúsculo, libros y films,: y es que por el hecho de tener un protagonista vampiro eso la haría tener aunque sea una lejana relación con el género de terror. Bueno, no, ni la más remota. Se trata de un culebrón romántico, y eso lo saben bien quienes lo producen, que tienen muy claro qué están vendiendo y a quién; lo saben bien las adolescentes que constituyen su público mayoritario y masivo; y ya lo fueron aprendiendo a la mala los fans del género, a quienes desagradan profundamente estos vampiros human-friendly que se niegan a beber sangre humana, salen durante el día y brillan a la luz del sol. Hecho este último que se exacerba en esta nueva entrega haciendo que el protagonista parezca cubierto de brillantina como una vedette o una bolita de navidad. El problema con esa utilización espuria de la criatura clásica no está en el contexto adolescente (La hora del espanto o Que no se entere mamá ya lo habían hecho con gracia), si no en que el tono sea tan –pero tan- ñoño, y que se llame vampiro a cualquier cosa, demostrando el total desconocimiento sobre el tema de la autora de las novelas, Stephanie Meyer, quien ya declaró que no había leído ni el Drácula de Bram Stocker porque le impresiona la sangre (?¡). Un trato que en esta segunda parte se extiende a otro monstruo clásico, el Hombre Lobo, que acá son más bien unos lobos grandotes que se transforman no por influencia de la luna llena, sino cuando se enfurecen como el Increíble Hulk.
Pero dejemos de lamentarnos por los monstruos maltratados, ya que no se trata de ellos la cosa, sino del amor romántico y apasionado entre Bella Swan, una adolescente humana, y Edward Cullen, un vampiro de mas de cien años pero con apariencia adolescente (y comportamiento idem,). En este segundo episodio la pareja debe separarse forzosamente y Bella, presa de un enamoramiento incondicional, sufre la ausencia del ser amado sin el cual la vida no tiene sentido. Ausencia que también da lugar a un triangulo amoroso con un joven hombre lobo. El referente es Romeo y Julieta, no solo citada explícitamente, si no tomando de la obra el modelo de amor incondicional entre dos adolescentes cuya intensidad puede llevar a la tragedia. Una cita que no conoce de sutilezas y que al final del film se transforma en remedo, Este romanticismo se evidencia en unos diálogos cargados que traspasan cómodamente las fronteras del ridículo y que si no fuesen presentados con tanta gravedad uno ya se podría imaginar las risotadas de la guionista mientras los redactaba. El ridículo dice presente también en unos afectados vampiros europeos (posible influencia de Anne Rice quien, aclaramos, no tiene la culpa) a quienes se quiere presentar como sofisticados y elegantes y lucen más bien pomposos y amanerados.
Y si quedaba alguna duda que el target de espectadores es de chicas adolescentes, baste comprobarlo con la explotación de jóvenes carilindos y/o musculosos, y con la continua, y muchas veces forzada, exhibición de sus físicos trabajados, caminando en cámara lenta y aprovechando cualquier excusa para sacarse la remera. A los varones en tanto hay que avisarles que, si bien hay chicas bonitas, de carne femenina no van a ver ni una pantorrilla. Así y todo, si hay algo que caracteriza a la saga es el mensaje moralista impreso desde el vamos por Meyer, que es mormona y ya aclaró que el tema de su obra es la tentación, o más bien la lucha contra ella. Por eso Edward, (cuya familia de vampiros es tan ridículamente perfecta como los Brady) se niega a convertir a Bella en Vampiro pese a que ella se lo reclama (igual le aclara que tiene que ser él el que desvirgue su cuello). Una moralina que se hace más que notoria en el llamado a la abstinencia y a no hacer nada antes del matrimonio: ni tener sexo ni chuparle la sangre al otro. Un mensaje tranquilizador y ATP que dejará tranquilos a los padres de adolescentes sabiendo que aquí, aunque muestren el pecho, vampiros y hombres lobos ladran pero no muerden.