Moonlight (Luz de luna, tu título en Argentina) es una historia de amor. Otra entre millones de las que Hollywood viene produciendo desde el comienzo de sus días. Pero más allá de los lugares comunes del género, más allá de que el melodrama no tiene nada por inventar y más allá de que lo que se cuenta apenas altera el cómodo caminar de la industria, Moonlight acierta en un par de cosas que vale la pena atender.
El gol olímpico del film dirigido por el cuasi desconocido Barry Jenkins ocurre en el último tercio del relato, cuando lo construido a lo largo de más de una hora de drama clásico cierra por fin en una conclusión de elaboración psicoanalítica sin manuales ni lenguaje críptico.
El problema de Moonlight, sin embargo, es precisamente eso que podría darle su Oscar, ya que la dos primeras partes del film (dividido en tres exactos tercios) recorre el camino del samurai sentimental a puro golpe de efecto, empezando por una madre alcohólica y decadente (casi copia fiel de la encarnada en Precious por la gran Mo'Nique) y siguiendo sobre todo por la redención del narco que aparece en la narración salvándole la vida al protagonista y educándolo para que su vida valga la pena. Un narco de bajo perfil, claro, apenas capanga de barrio, a cargo del siempre efectivo Mahershala Ali (House of Cards, Luke Age) que pese a lo cuasi ridículo del asunto logra darle credibilidad al encargo.
El avance narrativo del chico devenido adulto con conflictos es correcto aunque siempre a caballo de los clics con los que Hollywood se alimentó y dio de comer a varias generaciones durante décadas. Que más tarde las preferencias sexuales del sufrido muchacho se transformen en un par de muy buenas escenas, es todo eso que la Academia podría agradecer de forma sorpresiva con una estatuilla que todo parece indicar que irá a parar a la bolsa de premios de La La Land.