Silenciosamente luminosa
El comienzo y el final de esta película están entre los más hermosos de la historia del cine. La cámara viene del cielo, en un lento, maravilloso travelling –abriéndose paso lentamente entre los árboles– y, más de dos horas después, termina yendo hacia él. Cantos de grillos y pájaros, mugidos y remotos ladridos nos sitúan en este mundo donde seres humanos conviven, trabajan, se aman y sufren.
Es cierto que éstos integran una comunidad de menonitas (dedicados a los trabajos del campo, profundamente religiosos y desligados de ciertos progresos de la vida moderna), pero sería un error centrar el conflicto de Luz silenciosa en quienes pertenecen a este grupo. Personajes y gestos parecen íconos, sensación estimulada por un mobiliario y un vestuario casi atemporales: no son más que hombres, mujeres y niños, sobrellevando sentimientos comunes a todos.
El núcleo es el amor (nada platónico) que une a Johan, el protagonista, con una mujer de la comunidad, a espaldas de su esposa y sus hijos. Todo lo que se desprende de esa relación –pasión, culpas, dudas, remordimientos– es lo que importa.
Carlos Reygadas (1971, México) puso a auténticos manonitas para encarnar a los personajes, hablando en un dialecto propio. Acorde a su ritmo de vida, la película es apacible, con la naturaleza signando sus vidas, y los diálogos son (como ellos) serenos y simples. No hay complicaciones tampoco para expresar cariño o angustia: manos que se apoyan en la rodilla o la cintura de la mujer amada, un beso atravesado por rayos de luz natural, un grito –uno solo, en una escena que la cámara registra pudorosamente desde lejos– que parece condensar todo el dolor humano.
Si en algún momento asoman tímidas risas (como ante la sorpresa que les depara la pantalla de un pequeño televisor en blanco y negro), el resto del relato es recorrido por una persistente sensación de melancolía, bañado por la lluvia en su tramo más triste.
El director de Japón (2002) y Batalla en el cielo (2005) recurre a demorados travellings (hacia el rostro de Johan llorando, hacia el interior de un galpón), se sirve de la profundidad de campo para expresar la enormidad de esos escenarios naturales que acrecientan la soledad de sus criaturas, compone con precisión los encuadres, ignora todo artificio musical, envuelve al espectador con un manto de rumores y ruidos lejanos. En la secuencia de un baño en el lago, la cámara parece querer acariciar el agua y los personajes. En otro prodigioso momento, un primer plano sobre el rostro de una mujer muerta provoca una inusitada inquietud.
Luz silenciosa puede ser objeto de burla de impacientes y reacios a la contemplación, tanto como de quienes la ven heredera demasiado explícita de la obra de Dreyer, Bergman o Tarkovski. Pero el film impregna con su luz, silenciosamente, a quien esté dispuesto a dejarse iluminar por ella.