El filme que nos convoca, tercero en la producción de este director mejicano (“Japon” 2002 y “Batalla en el Cielo” 2005) abre con una imagen alargada en el tiempo, un amanecer, sonido directo, se escuchan los sonidos de la naturaleza y dura siete minutos aproximadamente. Podría decirse entonces que no es tiempo real, también y a ser justos son imágenes muy bellas casi hipnóticas. Pero si no es tiempo real, si hay utilización de elipsis temporales, seguramente este amanecer deberá estar directamente relacionado con la historia que nos va a contar, si es que nos va a contar una historia. Pero no es así.
Me hizo recordar, la escena inicial de “Madre e Hijo” (1997) de Alexander Sokurov, pero esa es otra historia.
El filme dura 142 minutos, ni más ni menos.
Como en sus anteriores producciones, el realizador encuentra sus personajes en la vida cotidiana, no son actores, son ellos mismos a los que el intenta hacer actuar.
La cámara se introduce en una comunidad menonita de México, donde la educación religiosa y el respeto a estas normas va de la rigidez absoluta a un intento tibio de posible apertura.
En esta transición nos encontramos con Johan, rodeado de su familia dando gracias en la mesa que esta servida, su mujer y sus hijos, son sus companía.
Nada sabemos todavía. Plano siguiente, una pareja de ancianos se predisponen a ordeñar las vacas, otra larga secuencia que no agregará nada al conflicto que se presentará, sólo son minutos de mostrar al espectador como si fuese un documental, que no lo es.
Johan se encuentra con el anciano, que a la postre será además su padre y el reverendo de la comunidad, y le plantea un drama personal. Esta enamorado de otra mujer.
El padre le habla del diablo, él refuta, que también puede ser Dios, estas cosas pasan, a veces sucede, diría alguien por ahí.
De ahí en más hasta el desenlace, toda la realización es un prodigio estético / plástico, con escenas tan subyugantes como la inicial, pero que no terminan de desarrollar el conflicto, como puestas para el deleite tanto del espectador como del director de fotografía. Dicen que una imagen vale mil palabras, siempre y cuando la imagen diga algo, ¿no?, y no sea sólo placer voyeurista. Igualmente una palabra dispara cientos de imágenes, y en cine como en literatura es de lo más complejo hacer hablar a los personajes y que estos sean creíbles.
Del mismo modo es importante señalar, enmarcar como uno de los más importantes logros del filme, el diseño sonoro, la casi ausencia de música, de sonidos naturales, en relación directa con el espacio retratado es de un perfección única. Vacua.
El conflicto interno del personaje, entre la mujer que ama y la madre de sus hijos sólo esta dicho, su rostro y las posturas corporales no dan el rédito que la historia necesita para sostenerse.
Lo mismo sucede con la actriz que interpreta a la amante, no hay registro que convenza.
Distinto es el proceso que se produce en la esposa, desde esa imagen primera alrededor de la mesa, hasta el saber de otra mujer en el corazón de su marido, pasando por el vació en su propio tórax, si bien ayudada por los movimientos, la posición de la cámara y la fotografía.
El recorrido esta planteado. La película se deja ver, es verdad que por momentos cansa, por su letanía, pero cuando se produce el quiebre narrativo del relato toma otra cadencia, mas acelerada, mas rítmica, todo se resuelve en pocos minutos.
Salvo que el filme se inscribe en su descomunal metraje en una idea de excesivo realismo, a punto tal que por momentos parece más importante el describir la vida de esta comunidad que el conflicto de los personajes. Pero el final se torna sin ningún tipo de construcción o justificativo, en pensamiento mágico, algunos adularán el giro inesperado, desde mi perspectiva, me cerró más a otro alarde de creatividad hueca y para nada original