Esta película representa un salto cualitativo para Reygadas.
Carlos Reygadas decidió darle un giro a su estilo, que hasta ahora le había permitido obtener muchos premios, pero también unos cuantos odios. Para eso, se fue a rodar en la frontera de México con Estados Unidos, centrándose en una comunidad menonita.
Allí, asistimos a la historia de Johan, un hombre casado que inicia una relación amorosa con otra mujer. Reygadas nunca recurre a los golpes bajos o una mirada cínica y va desglosando con precisión las costumbres de una cultura que convive con los avances de la civilización occidental sin abandonar sus costumbres y normas tradicionales. A la vez, permite que los personajes se vayan desarrollando despacito y por las piedras.
Presenciamos así, en especial en la primera mitad, a un relato poblado de personajes que dicen poco pero mucho a la vez, que se expresan a través de sus cuerpos, que buscan esconder todo pero cuyas miradas y gestos los delatan.
No es sólo una historia con un triángulo amoroso en permanente conflicto. También es un filme sobre la (in) comunicación, la lealtad, el deber, los rituales sociales, los mandatos familiares y culturales, sin villanos a la vista.
Es verdad que tiene unos veinte minutos de más y que el final aparece en cierta forma forzado por la mano invisible del directo. Pero eso no le quita fuerza a una película que representa un salto cualitativo para el realizador mexicano.