El bosque se mueve, otra vez
Primero el comentario obvio: la nueva versión de Macbeth ni se le aproxima en cuanto a calidad al clásico de Orson Welles, a la versión japonesa de Akira Kurosawa (Trono de sangre) y al registro sangriento de la adaptación concebida por Roman Polanski en los años 70 como catarsis por el asesinato de Sharon Tate, su bella esposa. En segunda instancia, el australiano Justin Kurzel respeta y se aleja del texto de Shakespeare sin culpas, por ejemplo, cuando al principio construye un par de secuencias sin palabras que anteceden al encuentro de Macbeth con las brujas y sus premoniciones. Y el punto más relevante, al que también hay que invocar en el comienzo, es que el Macbeth que interpreta Michael Fassbender, en una composición que en varias ocasiones se sumerge en un bienvenido estado vacilante, tiene una potencia visual digna de elogiar, unas escenas de batallas que recuerdan a Corazón valiente de Mel Gibson (con sus excesos en el uso del “ralentí”) y algunas secuencias que, debido a su atmósfera, uso de colores opacos y poco cálidos y una puesta en escena onírica, retrotraen al cine de zombies, en especial, a los muertos vivos de George Romero en sus varias secuelas.
Con semejante mejunje estilístico, la historia es la archiconocida en un par de docenas de adaptaciones cinematográficas, con el gran guerrero de la obra del autor como centro operativo del relato, acompañado por Lady Macbeth y sus consejos (Marion Cotillard, en un trabajo menor). El desafío, por lo tanto, implicaba convencer al espectador erudito y, en el otro extremo, a un público podría acercarse y luego interesarse por la obra de Shakespeare debido al film de Kurzel. En ese sentido, este nuevo Macbeth, concebido como un ejemplo de cine-espectáculo, resulta un curioso híbrido que intenta complacer a diferentes espectros de espectadores.
Un terceto de notables escenas –las cavilaciones del personaje al momento de la comida en el palacio, el duelo final con Macduff, las apariciones de los personajes “fantasmas”- contrasta con la insaciable búsqueda de un target de público acorde a los descabezamientos de 300 y al fanatismo del teleadicto serial de Game of Thrones. En ese punto la película vacila y queda suspendida en la hibridez de sus intenciones marketineras, convirtiendo a la trama en una especie de “Shakespeare para iniciados” donde lo popular se confunde con un catálogo simplista de frases aforísticas. Pero el despliegue visual y la utilización del ancho de la pantalla (Macbeth hay que verla en el cine….) resultan tan potentes que los aspectos descartables del film, por momentos, quedan a unos cuantos pasos atrás de la condena crítica.