Se estrena Macbeth, film del australiano Justin Kurzel protagonizado por Michael Fassbender y Marion Cotilliard.
“El mundo es un escenario” decía William Shakepeare, autor que goza de una contemporaneidad como pocos en la historia del teatro y la literatura. Sin dudas, el genio del autor contempla que sus escritos trascienden la formalidades históricas para concentrarse en los instintos más básicos del ser humano. Fue uno de los primeros existencialistas. Sus personajes se mueven por la codicia, la marginalidad, la pasión, el miedo y lo locura. Y una de las razones por las que aún, a 400 años de su fallecimiento siga siendo popular, se debe a su poder de atracción que ejerce sobre el lector o público.
Acaso una de sus obras más violentas, sádicas y sangrientas es Macbeth. La historia de un general escocés que no parará de mentir, engañar y asesinar con el fin de cumplir con la profecía de tres brujas que lo anuncian como el próximo Rey. Pero también es la historia de su mujer, que funciona como conciencia y manipuladora, del débil carácter del protagonista.
Justin Karzel, director de gran Los crímenes de Snowtown, se pone detrás de este proyecto ambicioso cuyas pretensiones son trasladar palabra por palabra de Shakespeare a la gran pantalla -inaudito es que se hayan usado tres guionistas para hacer copy/paste- pero con un concepto formal/estético extremadamente cuidado, casi como una publicidad o video clip.
El relato es atrapante y no hace falta subrayar su violencia con una estética gladiadora. Pero es lo que se necesita, hoy en día, para capturar un público joven: sangre, tripas y violencia. Sin embargo, hay un antecedente mucho más sólido y descarnado: el film que Roman Polanski filmara en 1971 con Jon Finch. O sí se prefiere un concepto más teatral, la versión de OrsonWelles.
Karzel, sin embargo, le presta demasiada atención a la estética y poco al relato. Fidelidad al texto no es poner a un actor delante de cámara recitando histriónicamente un texto, con un fondo digital retocado en post producción. Básicamente así es esta Macbeth. Visualmente es estimulante y cuidada, narrativamente hace agua: es densa, aburrida, monótona y reiterativa. A los actores se les da la libertad de expresar sus textos en la forma más sobreactuada posible, como es el caso de Fassbender o ser más minimalista de la Cotilliard, que sostiene en un solo plano fijo de cinco minutos, el maravilloso monólogo de Lady Macbeth. Mientras que la puesta, la reconstrucción de época y los paisajes son estimulantes y maravillosos, en lo narrativo, Kurzel confía que el material se va a contar todo, pero no.
Los detalles de la meticulosa puesta de cámara olvidan el factor humano. Los protagonistas parecen seudo robots que repiten forzadamente escrituras de 400 años atrás. Por suerte existen Cotilliard y Paddy Considine para hacer más atractiva la labor expresiva/interpretativa.
Sí, la fotografía y la dirección de arte, la música a cargo del hermano del director, acompañan bien las acciones –especialmente las escenas de batalla- pero parece que ahí se limita la visión de Kurzel. No hay más por debajo de lo que dice el autor original. Fassbender grita, simula muecas y hace lo que puede para sostener un protagonismo que se le va soltando. Este Macbeth carece de carisma. Kurzel apuesta por la solemnidad más fría, imposible para empatizar.
Aunque puede resultar muy atractivo apoyar una propuesta que se sostiene solamente por la estética, Macbeth demuestra que la pasión por un texto es apostar por la gracia innata. No sirve que cada letra esté donde deba estar.