Malos alumnos
Quentin Tarantino es un ejemplar extraño en el imperio del norte: rebelde y revulsivo por naturaleza, no deja de ser al mismo tiempo el gran paradigma de la filosofía hollywoodense, el hombre capaz de llevar los ideales estéticos y formales de ésa cultura a su mejor expresión. Claro que el carácter anárquico de su cine termina minando siempre su casamiento final con la industria: Tarantino es también un cineasta libre, acaso un pensador de las tradiciones y de las formas cinematográficas que resulta imposible domesticar, que incluso se torna peligroso porque suele desnudar las hipocresías del sistema, revelar sus límites y volveros en contra del propio Hollywood. Aquí yace el gran valor de su cine. Pero la historia es muy distinta con su escuela, porque los seguidores de Tarantino suelen realizar una apropiación frívola de su cine, tomando sus peores aspectos y confeccionando incluso un canon propio con ellos, que cada tanto nos entrega una nueva película que pretende imitar aquello que justamente es lo menos interesante de su obra (aunque también es lo que suele atraer el gran público).
El mejor ejemplo es Robert Rodríguez, acaso el imitador más conocido de Tarantino, un director que ha realizado todo un cuerpo de obra propio enteramente a su sombra: incluso Machete, la película en cuestión, nació de un trailer falso que acompañaba el programa doble de ambos en Grindhouse (constituido por Death Proof y Planet Terror). A diferencia del de Tarantino, el cine de Rodríguez se define por su apariencia, por la producción estética de sus películas, nunca por la reflexión sobre la puesta en escena: la consecuencia es un cine lleno de ornamentos y colores, pero vacío de contenido. Aún en el caso de Machete, donde Rodríguez se propone cuestionar e incluso parodiar la avanzada conservadora (racista) en la política inmigratoria de California, tema central de la agenda fronteriza, en una propuesta que al mismo tiempo intenta homenajear explícitamente al cine de clase B y las series televisivas de los años `80. Los primeros cinco minutos (los mejores del filme) sintetizan la propuesta: filmado con filtros que le dan un tono ochentoso a la imagen, un policía mexicano (el Machete del caso, interpretado por Dany Trejo) se obstina en rescatar a una joven secuestrada por unos maleantes, y se enfrenta a ellos únicamente con su machete, cortando manos y cabezas al por mayor. La muchacha es nada menos que Eva Mendez, en el primero de varios desnudos de famosas en la película (filmados siempre con cierto cuidado, al punto que el de Jessica Alba es falso, ya que fue elaborado digitalmente), quien en realidad le ha tendido una trampa: pronto aparece el villano (Steven Segal), que terminará asesinando a la esposa de Machete al frente suyo. El combo une entonces a grandes estrellas del cine (a los nombrados, se sumarán Robert de Niro, Don Johnson, Michelle Rodríguez y Lindsay Lohan, entre otros) en una apuesta paródica por el absurdo y la acción, que pretende ser festivamente sangrienta y alocada. Tres años después, nuestro protagonista se verá inmerso en una operación política para relanzar la candidatura de un senador xenófobo (De Niro), que lidera una verdadera guerra contra los inmigrantes y está relacionado al tráfico de drogas, mientras una organización clandestina que defiende a los mexicanos y es liderada por una joven apodada Shé (emulando al “Che” de Guevara) se prepara para enfrentarlos, y una policía (Alba) que investiga dicha red comienza a descubrir la trama de negocios espurios que se esconden detrás de la criminalización de los inmigrantes.
El problema de Machete no está tanto en los clichés de género y los estereotipos raciales, exagerados al máximo (todas la mujeres son hermosas y sexy, y los hombres brutos y machistas), ni en la apuesta por el absurdo y la acción delirante, incluso tampoco en un guión fallido que -con excepción de un par de diálogos (De Niro diciendo “Bienvenido a América” luego de asesinar a un inmigrante)- se dedica a explicar todo lo que sucede, sino en las carencias narrativas y formales, que acercan a la película a un producto de televisión. Episódica, fragmentaria, formalmente convencional (la mayor ocurrencia de Rodríguez se limita a un plano cenital que muestra una decapitación simultánea o la fragmentación del plano) e incluso mal filmada (la última secuencia de pelea de masas es una oda a la incompetencia), Machete sucumbe por sus propios méritos, que consisten en creer que bastan los efectos especiales, los cuerpos esculturales y un tema urticante para hacer gran cine.
Por Martín Ipa