El ardor
Mad Max: Furia en el camino es un canto a un mundo en descomposición que se consume velozmente, y en donde el hombre parece haberlo olvidado todo y haber regresado a un estadio primitivo regido por el culto, la guerra y la escasez. Los habitantes de ese páramo se mueven rápido, con el apuro del que sabe que todo está por terminarse, como lo hacen esos jóvenes enloquecidos y pintados de blanco, half lifes, que salen a guerrear con la esperanza de morir honorablemente en la batalla y conseguir así un lugar en Valhalla, antes de que los tumores que pueblan visiblemente sus cuerpos terminen por devorarlos desde adentro. La Ciudadela, asentamiento que pareciera condensar pobremente los restos de una civilización lejana, se rige por una economía líquida: Immortan Joe puede ser adorado como un dios gracias a sus reservas de agua, leche materna, algo llamado agua-cola y combustible; todo lo relacionado con esos bienes moviliza a la población entera, ya sea en procesión para escuchar la palabra de Immortan y recibir un poco de agua, o cuando se prepara una excursión hacia el exterior para abastecerse de gasolina. Esa vida precaria, exigua, condenada irremediablemente a la extinción es, curiosamente, la materia prima de una película generosa y desbordante de vitalidad. George Miller rechaza cualquier tipo de servidumbre narrativa y hace algo muy parecido a un poema en el que cada elemento vale por sí mismo y por la relación que mantiene con los otros, sin ceñirse a las exigencias del relato. La primera media hora deja en claro las intenciones del director: el pasado y presente del protagonista se definen en apenas un par de líneas (“mi mundo está hecho de sangre y fuego”), también el del planeta y su visible devastación (“escaramuzas termonucleares”), y ni bien empieza la película el héroe es secuestrado por unas bestias motorizadas que lo cuelgan de un gancho y se sirven de él como un gran depósito de sangre (blood bag) con la que se prolonga brevemente la vida de los soldados blanquecinos (de paso: Miller tampoco pierde tiempo en tratar de sostener la iconografía del western que fijó la identidad de la serie en la primera película; acá no hay ninguno de los guiños, los homenajes o las evocaciones correctas y previsibles tan en uso al cine de otras épocas, hay únicamente cine). Poco después, el funcionamiento de la Citadela, con sus líderes contrahechos, sus enormes mujeres ordeñadas y su pueblo harapiento, es resumido en apenas unos pocos planos con diálogos erráticos. Acto seguido, una caravana bendecida por Immortan deja lugar y comienza un segmento que podríamos llamar musical: una persecución va ganando en tamaño, velocidad y fiereza hasta que los elementos (armas, vehículos, hombres) parecen ser manipulados rítmicamente. En esa primera secuencia, por lejos lo mejor que se haya podido ver durante el año, el cine pareciera adoptar la forma de una orquesta que sigue una partitura en un in crescendo vertiginoso: las colisiones, las explosiones, las muertes, las acrobacias, las maniobras, todo se sucede cada vez más rápido imprimiéndole a las imágenes un carácter notablemente abstracto: lo que estamos viendo guarda menos relación con un relato distópico que con los distintos movimientos de una sinfonía. Miller, perfectamente consciente de esto, pone un singular énfasis en el trabajo con la banda sonora: el ruido de los motores nunca fue tan decisivo en una película, y la música va abandonando la percusión (recurso sine qua non con el que el cine puntúa las persecuciones) para dejarle cada vez más espacio a una banda sonora gigantesca, wagneriana, que retrata con justeza la magnitud del espectáculo de destrucción que la película despliega coreográficamente frente a nuestros ojos.
Basta ver unos pocos minutos de Mad Max para percatarse de que se trata de una película increíblemente generosa, que no escatima en gastos (de planos, de acciones, de efectos) con tal de conmover a su espectador. Es como si Miller desconfiara de cualquier clase de cálculo y, en cambio, tomara partido siempre por el desborde. El director, creador de una trilogía que vista hoy encanta sobre todo por lo artesanal de su factura, sabe que esta nueva entrega será una película hija de su tiempo, es decir, un producto que apele tanto al registro como a la creación digital. Ya que mucho cine, debido al estatuto híbrido de lo digital, no puede recomponer como antes la fisicidad de sus historias, Miller opta por una solución arriesgada: aprovechando al máximo la técnica digital, filma una película que interpela directamente al cuerpo (del espectador) antes que al entendimiento; no es raro que uno se revuelva en la butaca, o que se sujete de los costados: son los músculos tensionados que reaccionan físicamente a lo que se ve en la pantalla. No es casual, entonces, que el relato, ese tipo de construcción más o menos lógica, más o menos racional, carezca de importancia en Mad Max: lo que podría llamarse narración acá toma la forma de un viaje frenético del punto A al B y de vuelta al A que, para colmo, se realiza por el mismo camino. Lo más parecido a una transformación que pueden atravesar los personajes es el pasaje entre estados opuestos: de vivos a muertos, de presos a libres, de enteros a mutilados, de solos a estar en grupo (solo un personaje cambia verdaderamente en términos narrativos, y resulta el menos interesante de todos; la sociedad que mantienen el protagonista y Furiosa con sus parturientas prófugas, por otra parte, obedece solo a una feliz coincidencia de intereses y no a una afinidad de otra clase). Además no puede decirse que exista nada parecido a un orden psicológico: lo único que sabemos de las criaturas de Miller es lo que nos informan sus posturas, sus gestos, la manera de defenderse y, también, aunque no sea mucho, sus diálogos escuetos, que la mayor parte de las veces remiten a cuestiones puramente geográficas o incluso de inventario, como si toda la travesía se redujera solo a unos pocos interrogantes primarios: ¿A dónde vamos? ¿Tenemos las armas suficientes para sobrevivir durante el viaje? Para los actores no debe ser fácil entrar en ese universo donde la palabra vale tan poco y la gestualidad lo dice todo. Miller lleva esta premisa más lejos haciendo que los intérpretes griten o emitan sonidos, como si despojarlos del lenguaje articulado no fuera suficiente y además hubiera que forzarlos a romperlo. La lengua es una especie de lujo innecesario en ese mundo derruido pero inusualmente veloz, donde todo parece arder y consumirse espléndidamente.