La aridez y la fertilidad se debaten como el ying y el yang en Mad Max: Furia en el camino, un frenético y empalagoso cóctel visual que empacha las retinas y nubla el intelecto con su bruma terrosa y texturas oxidadas. En sintonía con las entregas anteriores de la saga, toda estructura o complejidad queda aquí reducida a la apaisada llanura del desierto y a su horizonte chato y letal, con una trama infinitesimal que tiene a la supervivencia y la redención como puntos de fuga, la acción como engranaje y la moral y la ecología como mensaje y oasis en las dunas: Max (el grandulón Tom Hardy) se larga a escoltar junto a Imperatora Furiosa (Charlize Theron) a cinco muchachas con pinta de modelos de L'Oréal que representan la proceación y la belleza, acechadas por una tribu deforme adoradora del agua que lidera el grotesco Immortan Joe (Hugh Keays-Byrne).
Y no hay mucho más que agregar al respecto: el filme ostenta casi en su totalidad una perpetua escapada on the road en la que buenos y malos luchan sobre ruedas y con ánimo hard rock en vehículos uno más extravagante que el otro. ¿Diálogos? ¿Contemplación? ¿Narración? Cosas del pasado preapocalíptico. La cámara se agita nerviosa sobre piel, arena y metales sin posarse nunca en su objeto, los personajes se mueven con una velocidad inhumana y el paisaje pierde materialidad retro y austera para convertirse en otra cosa, un puro espacio irreal de desplazamiento que invita a comparar al filme con un videojuego arcade (en el que Interstate '76 convive con Mortal Kombat).
Pero Mad Max: Furia en el camino no puede negar su tradición cinematográfica, desde los western clásicos en los que destacan héroes solitarios y persecuciones sangrientas hasta filmes de aventura mitológico-arqueológicos como Indiana Jones y el Templo de la Perdición o El señor de los anillos, en los que resuenan muchedumbres tribales y primitivas. Como la mano metálica de Imperatora Furiosa, Mad Max: Furia en el camino es un cyborg, una creación que relega humanidad para así convertirse en algo más presente y shockeante pero también errático, incapaz de generar un mito pop como lo hizo la trilogía anterior. Más allá de su innegable espectacularidad, lo único remanente al final de este agotador Dakar futurista es un empleado de cine que recolecta anteojos en 3D.