EL DETRÁS DE ESCENA DEL VODEVIL
Una vez que la directora Amanda Sthers decide sacar la cámara de la mansión que habitan los Fredericks, donde nos tuvo encerrados por más de media hora, uno descubre algo juguetón en Madame: ese comienzo nos hace acordar a múltiples vodeviles adaptados al cine, a comedias como La cena de los tontos o similares, que son uno de los puntales de la industria del cine francés. Pero asumiendo el desgaste que esas estructuras narrativas suponen, la película busca mirar más allá de la superficie chispeante de sus criaturas, de esa serie de diálogos veloces y los enredos habituales, para encontrar algo triste y desolador. El problema de la película está relacionado con su zigzagueante devenir y su búsqueda algo confusa por ser imprevisible. Lo positivo, en todo caso, es que lo sostiene hasta su anticlimático final.
La suerte de Madame está librada a lo efectiva o no que le resulte a cada espectador esa primera parte del relato: porque es ahí donde se genera el lazo con los personajes que permite desear un futuro para cada uno de ellos. O no. Allí tenemos un matrimonio norteamericano que vive en París y que recibe en su hogar a una serie de personajes de alta alcurnia. Y por pura superstición de la mujer que no puede tolerar que sean trece los invitados a la mesa, se suma a la sirvienta para romper el posible maleficio. Claro, las cosas se volverán en contra como en una Cenicienta moderna, cuando la sirvienta se convierta en centro de atención e interés romántico de uno de los invitados. La mujer en cuestión, no lo dijimos, es la españolísima Rossy de Palma, con lo que imaginan la carga de grotesco que porta su personaje.
Si hasta el momento la película se define como un vodevil clásico, cuando estalle el conflicto central (en verdad nadie dice que la sirvienta es la sirvienta y hasta alguien la hace pasar por una integrante de la corona española), el film de Sthers se convertirá más en un drama con toques de humor y comentarios sociales: la diferencia de clases y el juego de los roles genéricos se imponen como centrales en Madame. Si la sirvienta española desconoce cómo debe comportarse y sufre ante la posibilidad de que su amante descubra su origen humilde, la pareja de norteamericanos ricos se divide entre la mujer insatisfecha sexualmente que busca el deseo en otros brazos y el hombre frustrado por una posición económica que no es la deseada (y que también busca sexo en otros lados). Cuando Madame diversifica sus conflictos, pierde en complejidad y gana en clichés. Y si en De Palma el humor surge naturalmente (aunque esté un par de puntos por arriba del registro deseado), se nota un esfuerzo mayor en Toni Collette y Harvey Keitel, encorsetados en personajes algo estereotipados.
Sin dudas que Madame guarda lo mejor para la resolución, en el sentido que cinematográficamente aprovecha la elipsis como un recurso que fortalece lo anticlimático. Y si bien la ironía con la que Sthers busca distanciarse de una idea algo añeja de final feliz (dejando en evidencia cierto elitismo cultural) es un poco obvia y algunos giros se adivinan como caprichosos, el final resulta amargo y contrasta interesantemente contra el vodevil del comienzo: detrás de la risa medio tontolona hay una verdad incómoda en la que los opuestos raramente puedan terminar juntos.