Una fotografía de un pueblo, tomada desde sus afueras. En un campo, para ser más precisos, rodeado de unos árboles que están floreciendo. Una imagen luminosa, colorida, cuidadosamente encuadrada; una combinación que debería despertar un fuerte sentimiento de calma… pero que, no obstante, también agita. De repente, alguien activa el zoom y dirige nuestra mirada hacia la tierra. Hacia un suelo bajo en el cual se esconden secretos, vergüenzas, terrores y heridas que aún no han podido sanar.
Aquí, en realidad, hay gente enterrada. Mal enterrada, debe aclararse. Salimos de la imagen y descubrimos que estamos en Madrid, en el año 2016, o sea, que Mariano Rajoy aún no ha tenido que abandonar la presidencia del Gobierno de España a causa de los incontables casos de corrupción en los que se ahoga su partido. Pero esta historia no trata sobre los escándalos del presente (por mucho que, en una de las primeras escenas, un personaje clame literalmente al cielo por las nulas partidas de dinero público destinadas a indagar en la memoria histórica), sino que intenta poner orden en el pasado para iluminar ese futuro en el que vamos a tener que convivir.
En algún momento de Madres paralelas la narración mezcla los tiempos. Janis, coprotagonista de esta historia, se maquilla delante de un espejo, en una escena lo suficientemente larga como para que nos dé tiempo a apreciar el rojo intenso del jersey que lleva puesto. Entonces alguien llama a la puerta, y ella se va, pero cuando está en el pasillo, viste de azul. No por un error de raccord, sino porque la acción ha decidido recular un par de años, hasta el momento preciso en que Janis se disponía a recibir a alguien en su departamento.
A través de un guion rico en giros argumentales abruptos y de un montaje con predilección por la elipsis, Almodóvar entrelaza líneas temporales, pero sobre todo retuerce esos lazos de sangre con los que se construyen (o más bien se construían) las familias. Ahora Janis está en el hospital porque está a punto de dar a luz, y allí mismo, antes de entrar en el quirófano, conoce a Ana, quien se encuentra en la misma situación. La primera, esto sí, tiene 40 años; la segunda, es menor de edad. A las puertas de la maternidad (sin padre a la vista), surge la hermandad; un vínculo inter-generacional irrompible.
Con ello, Almodóvar habla del origen de la vida, claro, pero también de su fin. Y, con esto, capta los azares con los que el destino expresa su voluntad, pero por encima de todo incide en el factor humano que puede poner orden entre tanto -cruel- capricho. A pesar de todas las lágrimas vertidas a lo largo de esta función, queda siempre el regusto de una bondad que calienta, que reconforta y que, ahora sí, tranquiliza. Dicha sensación es omnipresente y empieza a calar a través de un estilo cinematográfico que desde hace ya mucho tiempo se encuentra en un estado de madurez exquisito.
El director manchego se reivindica una vez más como maestro (de orquesta) absoluto en su impagable labor de coordinación de todas las piezas que tiene a su disposición. Porque nadie sabe jugar mejor con las partituras de Alberto Iglesias, nadie sabe exprimir como él la paleta de colores de José Luis Alcaine, y por supuesto, no hay nadie que se entienda mejor con Penélope Cruz, ni con Rossy de Palma, ni seguramente con Milena Smit. Niñas, chicas, señoras, madres, artistas, cocineras, editoras… mujeres. El universo femenino almodovariano sigue cargándose de buenas razones, aparte de la siempre esperable sensibilidad afinada en la escritura de personajes y de la excelsa dirección de actrices.
Un pendiente, un vestido, un interior en el que la abundante cantidad detalles no carga a la vista (al contrario), un plano cenital de un teclado de ordenador, unos fogones que huelen al aceite con el que se han preparado croquetas y una jugosa tortilla de patatas, un “adiós” que se pronuncia justo antes de un fundido a negro… que nos permite a nosotros despedirnos de la escena en la que nos encontramos. Todo se traduce en fiesta para los sentidos; en una celebración del buen gusto fílmico. Pero es que, además, Almodóvar nos invita a ir más allá de esta extremadamente placentera superficie.
Hay que cavar muy hondo en el suelo para llegar a la verdad, para entender el por qué de esa mirada turbia, o de esa contestación aparentemente fuera de tono. La historia de Madres paralelas avanza decididamente hacia la resolución de las dudas y conflictos que va encontrando por el camino. Almodóvar consigue superar estos obstáculos pronunciándose con valentía en temas (de la esfera política y social) que, desgraciadamente, llaman a la polarización. Pero cada alegato lo hace para buscar a lo mejor no el consenso, pero sí la concordia. Del mismo modo, el melodrama íntimo se abraza con la tragedia nacional. Y es bello y doloroso al mismo tiempo. Mucho. Como debe ser.