Madres paralelas, del poderoso estilista y narrador manchego Pedro Almodóvar, ya cuenta varias semanas disponible en Netfix desde el 18 de febrero. Tal vez tantas semanas pasaron para escribir este breve texto, como las que debí tomarme para escribir con la calma que deviene, un largo tiempo después, de haber vivido una experiencia decepcionante.
Puedo afirmar sin titubear que esta película es la obra más anti – almodóvar éticamente hablando. No espero, pues no debiera suceder, que un consagrado realizador de hoy 72 años y más de 40 años de producción artística narre como en los años 80, como en los filmes Matador, Que hecho yo para merecer esto o La ley del deseo, donde rompía a patada limpia con los arquetipos morales, con los cánones de lo que se debe o no se debe y ante todo dando un batacazo a lo políticamente correcto de la época.
No sería pertinente para su madurez personal y narrativa exponer hoy esa postura disruptiva, pues su actual universo gira en la intimidad de Dolor y Gloria y si retrocedo un poco hasta en La piel que habito, por no ir unos años más atrás para encontrarme con Hable con ella y otras obras significativas.
Pero entre su madurez reflexiva y el armado de un cuentito plagado de correcciones políticas, imposturas acerca de la historia y sus tragedias, y personajes del estilo “somos todos buena gente”, hay un abismo de distancia fatal. Es sin duda el camino menos genuino para hablar sobre la identidad y la recuperación de nuestros orígenes.
Para no seguir evadiendo la trama que contiene esta historia, podríamos resumirla en tres capas que se cruzan y superponen a la vez, una la de Penélope Cruz que es madre primeriza a unos 40 y tantos años a la vez que su compañera de cuarto de hospital Milena Smit la joven también primeriza. Mientras se desarrolla la trama del vínculo de cada madre con sus pequeñas hijas, Penélope descubre algo inesperado acerca de la identidad de su niña. Algo que la hará unirse estrechamente a Milena. Enlazado como una víbora el relato del antropólogo Israel Elejalde que va preparando todas gestiones para realizar las excavaciones en el pueblo natal de su amante, Penélope la madre de su hija recién nacida, y allí se focaliza su tarea en busca de esos cuerpos anónimos hijos de la masacre del franquismo. Todo se conjugará en un momento de revelación, en esa imagen fatal de los huesos que aparecen por debajo de la tierra décadas después del exterminio.
La imagen final, no revelaré cual, o sea, el plano que cierra el filme es claramente impactante. Pero si existe alguna intención de verdadero compromiso humano y político, queda desdibujada totalmente por el uso del golpe bajo, el lugar común y la búsqueda del aplauso fácil. El de quien imagina esta escena como un acto reivindicatorio. Y desgraciadamente lejos de eso está este filme.
Falta que, bajo el título del filme, se cite la frase, basada en hechos reales, para terminar de liquidar cualquier valor narrativo y ético a esta película. No hay de Almodóvar el autor cinematográfico, más que algunas huellas, algunos planos, algunas luces de Alcaine o sonidos musicales de Iglesias que nos conectan con la idea de que es Pedro quien la dirige, allá a lo lejos, como haciéndose pasar por otro, uno llamado Pedro, el bueno.
El cuerpo del filme es un gran cartón pintado, sin pasiones profundas, sin contradicciones radicales, y sin esos claroscuros del alma que con sus relatos tantas veces nos ha hecho temblar en la butaca.