Romper tabúes
El punto de partida de Madres perfectas es atractivo, estimula a imaginar un film provocativo y perturbador. Dos mujeres maduras que son amigas desde la infancia entablan relaciones amorosas no del todo convencionales: cada una de ellas se vinculará con el hijo de la otra. Ese juego de relaciones cruzadas es el que desatará una serie de complicaciones en la vida de los cuatro. Romper tabúes, se sabe, suele tener sus costos.
Hay en la película una idea de puesta en escena que también es interesante: la elección de una locación completamente aislada de la vida urbana, un paradisíaco paraje costero australiano de arenas blancas, aguas turquesas y frondosa vegetación refuerza la idea de hermetismo y endogamia del grupo de protagonistas de la historia. Además de ser muy bonitas, Naomi Watts y Robin Wright son dos grandes actrices. Todo parecía estar en sintonía para que Anne Fontaine -la misma de Como maté a mi padre (2001), Nathalie X (2004), Coco antes de Chanel (2009) y Mi peor pesadilla (2011)- cargara a su película de los componentes que sostienen la novela de Doris Lessing en la que está basada: el hastío vital, los traumas de una vejez que se avecina y, sobre todo, una observación de orden sociológico orientada a la descripción del particular funcionamiento de los grupos cerrados, en este caso el de uno conformado por personajes de clase acomodada que tiene muy poco contacto con el resto del mundo.
Los musculosos chicos de la historia practican surf, toman sol y bebidas caras y no parecen preparados para moverse con comodidad fuera de ese entorno. Cuando uno de ellos lo intente y se instale en Sidney, movido por su interés por el teatro, la trama empezará a complicarse. Pero es también a partir de ese punto de inflexión donde empezarán a aparecer situaciones propias de una mala telenovela que los dos jóvenes actores escogidos por la directora resolverán con mucha menos aptitud que Watts y Wright.
La diferencia en el nivel de actuaciones se hace notable, del mismo modo que llama la atención que el paso del tiempo, cifrado en un par de bruscas elipsis temporales, no se note en el cuerpo de ninguno de los protagonistas, aunque esa bien puede haber sido una decisión de la directora: los cuatro personajes parecen inclinados a quedar anclados en el tiempo, detenidos en el momento en el que pudieron ser fieles a su deseo, ajenos a todo lo que los rodea.