No vamos a negar una evidencia primordial: como artefacto cinematográfico, Madres perfectas (Adore) no transmite mayor ímpetu que el que uno puede encontrar, digamos, en el protector de pantallas de una computadora. La ambientación -playa, selva, mar turquesa- es tan idílica y suave que acaba volviéndose directamente anodina, mientras las actrices principales lucen enajenadas y los conflictos se despliegan con una frugalidad desconcertante, al punto de ahogar todo latido dramático. El relato impone un cuadro liso y despejado de lo que supuestamente debía ser erótico o, al menos, perturbador. Pero este resultado no parece ser del todo involuntario, y eso justamente es lo intrigante. Es probable que a la directora Anne Fontaine no le interese tanto emocionar como materializar teorías. Ya en 2001, en el que quizás sea su mejor trabajo, Cómo maté a mi padre (Comment j'ai tué mon père), esta cineasta francesa se preguntaba si es posible transformar la abstracción psicoanalítica en cine.
Amigas íntimas desde la infancia, Lil (Naomi Watts) y Roz (Robin Wright) viven en una bellísima ciudad de la costa australiana. El marido de una murió hace muchos años y el marido de la otra transita por ahí sin dejar estela alguna. Cada una de las mujeres tiene un hijo adolescente. “Son como jóvenes dioses”, dicen las mamás orgullosas mientras admiran la destreza de sus chicos para dominar las olas. Un día Roz tiene sexo con el hijo de Lil y luego Lil se acuesta con el hijo de Roz. No hay mayores resistencias ni reproches más allá de alguna cachetada catártica.
“¿Qué hemos hecho?”, pregunta Roz, a lo que Lili responde: “Cruzamos una línea”. Con este diálogo tan diplomático como ridículo se resume el cara a cara de las amigas, y son muchos los diálogos torpes que circulan en el film, como si se quisiera sugerir que, en realidad, en esta historia las palabras resultan inocuas, porque el lenguaje nunca a llega a articular la represión. No es necesario. Los tabúes no se padecen porque el deseo los excede, los pulveriza. Los personajes se permiten ser felices sin culpa. Y si uno había moldeado sus expectativas para espiar las vueltas de una pasión traumática, lo que la película hace, en su primera parte, es entregarnos escenas de absoluta libertad y plenitud. Lo que más angustia a los personajes no nace de los temas específicos del film (los códigos de la amistad, la diferencia de edad) sino de una cuestión mucho más universal: el temor al abandono.
Y quizás no sea posible vivir siempre así, haciendo equilibrio en el borde. Las madres deben dejar que sus hijos tracen sus propios caminos e intenten adaptarse a la dinámica social. Por eso el relato, en una segunda parte, somete a los jóvenes al trámite de la convención. Matrimonio y procreación, mandatos que en esta historia particular solo llevan a pronunciar la dialéctica con aquel goce de la orilla. ¿Quién tiene el coraje y la energía psíquica para seguir el deseo hasta al final? ¿Cómo sostenerlo sin renunciar al mundo real? En la última escena comprendemos que los personajes de esta película no son seres humanos, sino apenas conjeturas dentro de un gran globo de ensayo. Su felicidad es pura especulación de la ficción. Nadie sobrevive aislado en una balsa en el medio del mar.