Dos niñas rubias corretean, felices, por una playa paradisíaca. Se desvisten rápido, se zambullen en el mar y nadan un largo trecho hasta alcanzar una plataforma de madera flotante. Allí comparten un licor secreto, ritual infantil que anuncia un pacto de amor eterno. Se observan encantadas, casi adorándose, y esa mirada profunda –acentuada con énfasis- permanecerá inalterable durante el transcurso de sus vidas. Así comienza Madres perfectas (Adore, 2013), la nueva película de Anne Fontaine.
Secuencia inaugural que anticipa el desarrollo posterior de la historia: dos bellas mujeres (Naomi Watts y Robin Wright) conservan, siempre divertidas ante el asombro de los hombres que las rodean, una relación demasiado cercana, que desmiente -en apariencia- los parámetros habituales de la amistad femenina. Porque comparten mucho de su tiempo juntas: trabajan, pasean, toman sol, conversan, se abrazan y se besan en la mejilla con mucho afecto. Ambas tuvieron, además, hijos; y los criaron al mismo tiempo. Niños que se transformaron, después de cierto tiempo, en habilidosos surfistas con cuerpos perfilados. De los padres se sabe poco: uno muere temprano, el otro brilla por su ingenuidad. Las dos madres,que sobrellevan sus días recostadas sobre la arena, orgullosas por su labor maternal, no tienen mejor idea que enamorarse cada una del hijo de la otra. Y el amor será correspondido. Bastará con esperar que alguno de los cuatro se anime a cruzar el límite.
Pero no habrá que esperar demasiado. El límite se cruza rápido y sin muchas contrariedades para nadie, menos para el espectador que presencia con indiferencia el derrotero de esta aventura amorosa entre pares familiares. Una historia que por su representación cándida y superficial resulta inverosímil y, por sus premisas, predecible, como un melodrama barato y fastidioso: el envejecimiento inevitable, la vitalidad del amor joven, la diferencia de edades, los breves conflictos que promueven –solo- un par de lágrimas frívolas.
Madres perfectas es una película que intenta transgredir ciertas convenciones de la sexualidad hegemónica. Sin embargo, su intención resulta tan obvia y su sentimentalismo tan berreta, que el film no puede provocar sino aburrimiento. Anne Fontaine (Cómo maté a mi padre; Nathalie X; Coco antes de Chanel) no se preocupa por profundizar las posibilidades narrativas que esconde su trama. Es tal su desidia, que su trabajo evidencia una disposición, a fin de cuentas, conservadora. Cualquier pretensión de torcer la moral de las buenas costumbres se convierte así en una simple y risueña travesura.