¡Mamita!
La nueva película de la directora Anne Fontaine (la misma de Nathalie X y Coco antes de Chanel) aborda una historia en donde los límites dentro de las relaciones se vuelven frágiles. La intensidad dramática brilla por su ausencia.
Madres perfectas (Adore, 2013) es esa clase de películas concebidas desde y para el ojo burgués. Films como Chloe (2009), no curiosamente adaptación de Nathalie X, y Pasión inocente (Breathe in, 2013) forman parte de este singular grupo. Se trata de relatos en donde la cámara espía qué ocurre cuando la pulsión erótica va en contra del clima familiar y, claro, las consecuencias son muchas veces autodestructivas. Por lo general, el “happy end” (casi nunca demasiado happy) deviene en moralina pura y dura; se borra con el codo lo que se escribió con la mano y, pasada la turbulencia, todo vuelve al lugar que corresponde.
El último opus de Anne Fontaine comienza con una gran elipsis; dos niñas hermosas corren alegres por un sendero, hasta llegar al mar. Antes de zambullirse, una de ellas extrae de un lugar oculto una pequeña botella con una bebida alcohólica, que la otra no se demora en beber. Secuencia mediante, las otrora muñequitas son madres jóvenes y mantienen intacta la belleza. La realizadora va al grano: belleza y una atracción “subversiva” insinuada en plena infancia. Todo (el antes y el ahora) con el imponente mar de fondo; Madres perfectas transcurre en un precioso pueblo costero de Australia.
Las niñas devenidas madres son Lil (Naomi Watts) y Roz (Robin Wright), hermosas mujeres que tienen hijos ídem. A diferencia de Lil, Roz vive con su marido, quien no podrá ver (¿no puede o no quiere?) aquello que desde el comienzo late con fuerza; un coqueteo de cada mujer con el hijo de la otra.
Pasado el efecto “sorpresa”, decidirán no reprimir las respectivas pulsiones. Ni ellas, ni los “chicos”. Sobre este aspecto, la película tiene un problema central: confunde la “ligereza” con la que las mujeres aceptan sus deseos (con “culpas” que se desmoronan en dos fotogramas) con la “ligereza” que rige al relato. Entonces, no se trata de animarse a habitar un más allá de los condicionamientos culturales, algo que no podría ocurrir en una película que filma a los cuerpos con tamaña pacatería.
Cada una de las secuencias parece esforzarse por complicar la decisión inicial de “dejarse llevar” con el mismo rigor al que aspiran las novelas mexicanas. Que en un film de casi dos horas da como resultado un vendaval de situaciones inconsistentes que no profundizan en nada. “¿Le das a mi hijo? Bueno, yo le doy al tuyo. Uy, los chicos se están intentando matar. Bueno, como no se mataron los invitamos a cenar. OK, pero ojo: ya nos van a dejar cuando vean que somos viejas. Y bueh…, seremos buenas abuelas.” Y la lista sigue, hasta los límites de lo inverosímil.
Cabe preguntar para quién Madres perfectas es la película ideal. Tratándose de una adaptación, tal vez, para los que conocen el material primigenio (tampoco un best seller mundial). ¿Será para aquellos que se fascinan ante los relatos de la decadencia del orden familiar? ¿O para los que apuestan por las emociones fuertes, percibidas a través de los ojos de mujeres que pasaron los 40 y demuestran que pueden seducir como si tuvieran 20? Da lo mismo: la inconsistencia dramática es tan grande, que para los dos tipos de espectadores las expectativas quedan truncas. No obstante, el dúo protagónico hace lo que puede (no dejan de ser dos buenas actrices), y sus hijos en la ficción (con trabajos actorales… discretos) harán de las delicias de las mujeres. Y de algunos hombres, también.