Ménage à 4
Lil (Naomi Watts) y Roz (Robin Wright), la cuarentena resplandeciente, son dos amigas desde la infancia inseparables. Viven cerca una de la otra en la ladera de un acantilado frente a una hermosa playa de la costa australiana, un paraíso casi virginal. Ahí criaron sus dos hijos juntos, que se volvieron dos jóvenes Apolos. Los días transcurren dulcemente entre las salidas en surf de los hijos y las cenas para cuatro, hasta que Ian, el hijo de Lil, se acuesta con Roz, y, en represalia, Tom, el hijo de Roz, termina imitándolo con Lil. Poco a poco, de manera irreprimible, esas dos madres y sus dos hijos harán el vacio alrededor de ellos, construyendo un Edén para cuatro, para una pareja de Adán y Eva desdoblada y reinventada. La transgresión tomará cuerpo dulcemente, tranquilamente. Es a la vez la fuerza y la debilidad de Madres perfectas.
Es su fuerza porque la directora francesa Anne Fontaine, en esa adaptación del cuento de Doris Lessing, Las abuelas, hace florecer esa doble relación pasional, transgresiva porque es casi incestuosa, de manera natural, dejando de lado la mirada del psicólogo o del moralizador que hubiera podido debilitar su relato. Está ayudada en esto por las dos actuaciones impecables de Watts y Wright, que realmente sostienen la película.
Es su debilidad, porque el relato sufre a veces de caídas de ritmo demasiado prolongadas que resultan bastante perjudiciales: por ser una historia de pasión, sigue un curso bien tranquilo, sin mayores sobresaltos, hasta casi adormecer al espectador. Esa pasión se hace esperar tanto que uno termina pensando que nunca se manifestará.
Por suerte, justo al final, la pasión estalla y hace de los diez últimos minutos de Madres perfectas los más apasionantes de todos, durante los cuales arrastra todo para devolver, en un último plano absolutamente perfecto, la tranquilidad que nunca debe dejar de tener un paraíso en la Tierra para los que lo habitan, sin importar la forma que toma.