Un Rey que no se destaca por su grandeza Tony (Emmanuelle Bercot) se enamora apasionadamente de Georgio (Vincent Cassel), un tipo divertido, excéntrico, exuberante, un tipo con el cual nunca se aburre, un tipo lleno de sorpresas -de esto sobra…-, un tipo encantador, un tipo adinerado, exitoso en los negocios, en fin, una especie de príncipe azul del Siglo XXI. Luego Tony y Georgio se casan, Tony queda embarazada y poco a poco Tony descubre el lado oscuro de Georgio -y sí, lo tiene-, que concentra todos los atributos del perverso narcisista: le encanta estar rodeado de su corte de amigos y amigas, necesita ser el centro de la escena y, gran manipulador, hace siempre lo que se le antoja, realizando, también siempre, lo mínimo necesario para tener a Tony, su primera admiradora, esperándolo cuando lo desea. Es el Rey, le Roi, es su Rey. Liberarse de él le va a costar diez años y al espectador dos horas. El dato no es menor… Si bien es cierto que la temática es trillada -muy trillada-, el gran problema es que la puesta en escena, precisamente la única manera de destacarse por esta nueva película de Maïwenn, es también común, pero muy común. Mon roi es una repetición de escenas muy parecidas que terminan aburriendo: Georgio manipula, Tony llora, Georgio se va, pero Georgio vuelve, Tony sonríe, se ríe y luego llora. Nada para destacar. Además, la trama secundaria, centrada en la relación de Tony con un grupo de jóvenes originarios de los suburbios franceses, está llena de estereotipos y simplemente no aporta nada al relato principal. Dicho de manera cruda, carece de interés. Ni hace falta mencionar la explicación psicológica medio ridícula de la escena que permite la apertura de esta parte de la película. Mejor ver o volver a ver Así habla el amor, de John Cassavetes, 2/Duo o M/other, de Nobuhiro Suwa, o, si uno quiere quedarse con un acento francés, Nosotros no envejeceremos juntos, de Maurice Pialat, todas obras maestras sobre las relaciones de pareja y a las que uno puede volver una y otra vez sin nunca aburrirse.
La búsqueda de la justicia en la Francia del siglo XVI Michael Kohlhaas es un próspero comerciante de caballos que, víctima de un abuso por parte de un noble poderoso y frente a la corrupción de la corte real de justicia, decide rebelarse para conseguir lo que la corte no le quiso otorgar: reparación. Michael Kohlhaas es la adaptación de la novela homónima que Heinrich von Kleist escribió en 1808 y que el cineasta francés Antoine Des Pallières eligió transponer en las Cevenas del Siglo XVI, una región de mesetas rocosas. En verdad, Michael Kohlhaas es Mads Mikkelsen, aquel actor danés descubierto en Pusher -la primera película de Nicolas Winding Refn, el autor de Drive-, idóneo para ese papel de hombre áspero con su rostro duro y su acento rugoso. De dureza trata precisamente esta película, de la de un hombre inflexible e implacable en su búsqueda de la justicia, rozando el fanatismo; de la de un Estado real construyéndose, intentando afirmar su poder; y de la de la naturaleza, muy presente en la vida de esa época. Trata también de la justicia y de la violencia, sopesando la legitimidad de la justicia privada, por mano propia, cuando un Estado, todavía débil en algunas partes del territorio que pretende controlar, no la puede ejercer plenamente. En ese sentido, el encuentro de Michael Kohlhaas, protestante oriundo del norte de Europa, con Martín Lutero es esencial. Ahí se cuestiona la legitimidad de ese hombre que se erige en juez y, para aquel pastor, pretende ocupar el lugar de Dios. Pero ahí también se muestra la colusión ya presente entre la Iglesia y un Estado incipiente que intenta establecerse como detentor del monopolio de la violencia legítima. La puesta en escena de Arnaud de Pallières es acorde, dando a la palabra el peso que merece, acomodando sus planos como cuadros, esculpiendo la luz, y manejando como un gran maestro los estallidos de violencia, magnificados, que quedan afuera, al margen, o adentro de la imagen. Película mineral, Michael Kohlhaas nos habla de ese mundo donde, frente a una sociedad corrupta y un Estado débil, un individuo no ve otra opción que rebelarse para conseguir justicia. De Francia en el Siglo XVI se trata. ¿Habían pensado en otro país y otro tiempo?
Bajo el signo de Truffaut Después de haber perdido el último tren de la noche para París, Marc (Benoît Poelevoorde), medio perdido en una pequeña ciudad provincial francesa donde fue a hacer un control fiscal -trabaja para el equivalente a la AFIP en Francia-, conoce a Sylvie (Charlotte Gainsbourg). Atravesados por un impulso todavía contenido, como imantados, los dos deambulan y se hablan por las calles desiertas hasta el amanecer. De vuelta al muelle de la estación, combinan encontrarse en los Jardines des Tuilleries en París unos días después. Ella lo espera. El llega tarde. La culpa golpea a través de un infarto que parece más un arrebato del corazón, una exacerbación de la sensibilidad. Unos meses después, Marc vuelve a la pequeña ciudad donde se encontraron, buscándola. Ella, contrariada, ya se ha ido, lejos, a los Estados Unidos. En su lugar, Marc encuentra a Sophie (Chiara Mastroianni), de la cual se enamora, sin saber que es nada menos que la hermana de Sylvie. El espectador ya lo sabe, él lo descubrirá pronto. Pura casualidad, difícil de creer. Nos parece más bien el resultado de una elección inconsciente porque, a pesar de ser muy distintas, ellas tienen algo en común, ese pequeño no-se-qué, simbolizado en ese gesto de esbozar una sonrisa en las personas tristes que les hacen frente, que las hermanas se han transmitido. Pero es precisamente uno de los grandes logros de esta historia: hacer girar ese triángulo amoroso alrededor de dos hermanas y conseguir que surja esa duda sobre la supuesta casualidad de los encuentros. En una reminiscencia del arte de Francois Truffaut, Benoît Jacquot, director de los notables La chica sola y Adiós a la reina, construye a base de pequeños toques delicados un muy bello melodrama. Casado con Sophie, Marc no logrará apagar su pasión por Sylvie. Desatendiendo a su mujer, se sentará frente al espejo que a ella le había gustado tanto y que, sin saberlo -¿otra casualidad?-, eligió poner en su departamento y se quedará contemplándolo, frente a la última presencia de lo ausente. Ella volverá para festejar su cumpleaños y el de su madre (Catherine Deneuve, que, en otro redoblamiento, es también la madre de Chiara Mastroianni), que no dice nada, pero ya adivinó todo, y la pasión tan reprimida se desatará por fin. El final que se teme se hace quizás esperar un poco demasiado y el retrato de la burguesía provincial de Tres corazones no llega a la precisión chirriadora de un Claude Chabrol, pero son detalles comparados con la fuerza del melodrama y la precisión del elenco.
Un asado francés entre amigos, bastante indigesto A pesar de la vida sana que lleva, Antoine (Lambert Wilson) sufre de un infarto a los cincuenta años. Haber estado al borde de la muerte lo empuja obviamente a replantear todo y empezar a disfrutar “realmente” de la vida. El problema es que, alto ejecutivo de la empresa paternal, marido infiel, ya parecía disfrutar bastante de ella. Sin embargo, redobla la apuesta y ¡se jubila! Pero, sobre todo, se pelea con la banda de amigos que había conocido durante sus estudios en la escuela de negocios de Lyon. Después de treinta años de amistad, se da cuenta de que se volvieron aburridos. En eso, tiene razón. El problema es que si él necesitó treinta años para darse cuenta de eso, nosotros necesitamos algunos minutos… Financiada por los principales canales de televisión franceses (TF1, Canal Plus), Entre tragos y amigos pretende ubicarse en el segmento de la comedia popular, el género más seguro para maximizar las ganancias. Por lo tanto, aplica a la letra el lema según el cual, para abrazar al público más amplio posible, hay que ser lo más consensual posible. Ese programa parece implicar en la mente de los que concibieron este film un relato sin asperezas, apenas algunos sobresaltos muy convencionales, unos personajes apenas bosquejados y unos diálogos bastante planos. En fin, lo más consensual que se pueda en todos los niveles, a no ser que sea simplemente el resultado de una gran pereza. En todo caso, en la pantalla, eso se traduce en un relato aburrido con un final feliz muy forzado y… aburrido, pero muy aburrido, unos personajes aburridos y unos diálogos, bueno, también bastante aburridos. El resultado final es una película sin sabor, casi sin comedia y casi sin cine. Eso sí, la casa de verano donde se junta la banda de amigos es preciosa y la vista panorámica sobre el sur de Francia que ofrece aún más. Es casi lo que más disfrutamos de esa película. Es muy poco, demasiado poco.
Browning, Fellini y Gilliam filmando el Chile de los años 1930 Alejandro Jodorowsky es un artista multifacético, echador de cartas, dramaturgo y escritor, gran soñador, guionista de historietas -por lo cual es más conocido en Francia, donde vive desde 1953-, director de cine y se nos olvidan unos cuántos talentos más. En La danza de la realidad, adapta su autobiografía y relata su infancia en los años treinta en Tocopilla, una ciudad del norte de Chile atrancada entre el Pacífico y el acantilado del desierto del Atacama. Oriundo de una familia judía-ucraniana que lleva una tienda de lencería femenina, el joven Jodorowsky está traqueteado entre su padre, un comunista obsesionado por Stalin y el dictador chileno de la época, Carlos Dávila, y su madre -Pamela Flores-, que habla cantando. Es poco decir que su nueva película después de veinticuatro años desborda de vida. A los 84 años, Jodorowsky ofrece un precipitado de sus recuerdos que mezcla con sus fantasías, sus sueños, sus obsesiones, para regalarnos un baile visual extraordinario. La danza de la realidad es a la vez su Amarcord, su Fenómenos y sus Aventuras del barón Munchausen. Es extravagante y audaz, poética y tierna, original e inventiva, cargada de psicoanálisis y de “psico-magia”, esa técnica curandera inventada por él mismo. Es la caravana monstruosa -en el sentido de excesiva, prodigiosa, fuera de lo común- del circo Jodorowsky. En el centro de la pista están Alejandro joven -Jeremias Herskovits- y su padre, interpretado por el propio hijo de Jodorowsky viejo, Brontis Jodorowsky, en una inversión vertiginosa de los papeles. Seguiremos las tribulaciones de los dos, en Tocopilla y en un Chile exuberante y sombrío. Quizás al seguir así los dos, el padre después del hijo, el relato se debilita un poco. Pero la magia de las imágenes cuidadosamente compuestas por Jodorowsky termina por llevarnos hacia un final apaciguado.
Belle de jour en el siglo XXI Verano. Isabelle (hermosa Marine Vacth, una revelación), quien pronto tendrá 17 años, pierde su virginidad en una playa con un joven alemán y con cierta frialdad, como si fuera una formalidad por la cual hay que pasar rápidamente. Otoño. Unos meses después, Isabelle se encuentra en un hotel elegante con un cliente. Es que Isabelle o Léa, el apodo que usa para estas circunstancias, se prostituye vía un sitio web de citas. Es su elección. Le gusta. No sabe bien por qué, pero le gusta. Es así. Inexplicable. Pronto vendrán el invierno y la primavera, pero su comportamiento no se esclarecerá mucho más. Es alrededor de esa transgresión y de ese misterio que se articula la nueva película de François Ozon. Nadie sabe bien por qué esa adolescente se prostituye, tampoco el espectador lo sabrá. Es que la fuerza del relato consiste en librarse de cualquier tipo de explicación que permitiría entender esa elección. No es lo sociológico o lo económico. Isabelle es lo que se llamaría una hija de buena familia. Estudia en el liceo Henry IV, uno de los liceos parisinos más exclusivos del país. Su madre (Géraldine Pailhas) es médica, le provee siempre con lo que necesita. No es lo psicológico tampoco. Su madre es divorciada, pero Isabelle se lleva bien con su padrastro. Algunas pistas están a veces sugeridas: el gusto por la transgresión con la lectura de Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, una relación conflictiva con su madre. Pero esas pistas no se confirman, no están dibujadas para convencer, apenas esbozadas el tiempo de un instante. Probablemente la pista más firme se vincula con el dinero, no el dinero como simple medio para comprarse productos de lujo, lo que Isabelle nunca hace -prefiere robar la ropa de su madre-, pero el dinero como medio de transacción y como reserva de valor, el dinero que cambia de mano -la escena se repite una y otra vez- y queda apilado en el armario, acumulándose, escondido, pero al alcance. Lo importante es que los hombres pagan, y mucho, para tener relaciones con ella. ¿Por qué será? No se esclarece. Siempre el comportamiento de Isabelle conservará algo enigmático. Con ese relato amoral, desprovisto de cualquier juicio de valor, François Ozon vuelve a cuestionar la norma, lo que la sociedad considera como aceptable o no. Lo hace con gran delicadeza y dulzura en la puesta en escena, filmando los cuerpos con la distancia justa, la que hace que su película nunca se vuelva obscena o vulgar, y nunca busque el escándalo. Al final, Isabelle/Marine Vacth se cruzará con la única persona que confiesa entenderla, Alice/Charlotte Rampling, su alter ego, como personaje pero también como actriz, como si Marine Vacth fuera su nueva encarnación, y en eso también, la elección de Ozon no podía ser mejor.
Infelizmente la comedia del año pasado en Francia Claude Verneuil (Christian Clavier) y su mujer Marie (Chantal Lauby) pertenecen a la buena burguesía provincial francesa, conservadora (sobre todo él, gaullista en este caso), católica y practicante (sobre todo ella). Entonces no debería sorprender mucho: les costó un poco ver a sus tres hijas mayores casarse sucesivamente con un musulmán, un judío y un hijo de inmigrantes chinos. Pero lo aceptaron, porque son tolerantes o así se imaginan. Por suerte, les queda la hija menor y esperan que esta encuentre un buen católico para que una se case por fin por Iglesia. Es lo que pasará, pero no será exactamente el católico que esperaban y se preguntarán qué han hecho a Dios (el titulo francés original es Qu’est-ce que nous avons fait au bon Dieu?) para pasar por ese “calvario”. Esta comedia ha sido el mayor éxito en Francia en el 2014, con poco más de doce millones de espectadores. Infelizmente, ser popular no es necesariamente un índice de calidad, y en este caso, definitivamente no lo es. No lo es porque Dios mío, ¿qué hemos hecho? retoma, sin cuestionarlos, sin darles vuelta, los clichés que existen sobre las distintas comunidades que aborda, incluso convalidándolos. No lo es porque ratifica una concepción restrictiva de la nacionalidad, muy de moda actualmente en Francia, racista en sus motivaciones. Como se lo sugiere en una escena emblemática, donde el padre termina aceptando a sus tres yernos, un buen francés es un francés que canta el himno nacional de memoria cuando la oportunidad se presenta. Ahí se valida esa deriva observada desde hace unos años cuando se empezó a criticar a los jugadores de fútbol de origen árabe de la selección francesa, por ejemplo Benzema, por no verlos cantar el himno antes de un partido. Cuando Platini jugaba, no cantaba la Marseillaise y nadie le decía nada. Otros tiempos, otra inmigración, europea y católica en el caso de Platini, árabe y musulmana en el caso de Benzema… Además, en Francia el himno no se aprende en las escuelas ni tampoco se lo pasa por radio diariamente a determinado horario. De hecho, yo soy francés, pero sinceramente no conozco más que las dos primeras estrofas de la Marseillaise (e incluso esas creo que me las olvidé un poco…) al igual, me parece, que la mayoría de los franceses. En otras palabras, para ser un “verdadero” francés, algunos tienen que ser más “franceses” que otros. No lo es porque -peor aún si fuera posible-, ratifica en cierta medida el racismo. Uno de los personajes lo dice con todas las letras: “todo el mundo es un poco racista en el fondo”. Si es así, entonces no puede ser muy grave, hasta se puede excusar un poco. Se podría replicar que la película hace de abogada de los casamientos mixtos. Es cierto, pero se debería también mencionar que los yernos pertenecen todos por lo menos a la clase media. En fin, no lo es porque las actuaciones de las hijas y de sus maridos son en su gran mayoría pésimas, lo que a esta altura ya parece secundario. Casi el único que se destaca es Clavier. Es que ese tipo de papel siempre le va como anillo al dedo. Dios mío, ¿que hemos hecho? se pensó como una comedia popular consensual, unificadora, y el resultado no deja de asustar por lo que refleja y revela de la sociedad francesa actual, lo que fue muy probablemente una de las claves de su éxito.
Un subequivalente de Breve encuentro y El puente sobre el rio Kwai Eric (Colin Firth), veterano inglés de la Segunda Guerra Mundial, es un ingeniero obsesionado por los trenes (de ahí el título original de la película, The railway man, el hombre del ferrocarril). Durante uno de sus viajes en tren, en un guiño insistente a la obra maestra de David Lean, Breve encuentro, Eric conoce a Patti (Nicole Kidman) y se enamora de ella. Esta, recién casada con él, descubrirá poco a poco a un hombre preso de tormentos interiores terribles. A lo largo de flashbacks bastante torpes, con otro fuerte guiño a otra película de Lean, El puente sobre el Río Kwai, se revelará poco a poco la razón de su trauma: durante el segundo conflicto mundial, Eric, internado en un campo de trabajo japonés en Tailandia y obligado por el ocupante a construir un ferrocarril, fue sometido a la tortura. Adaptación de una historia verdadera (una más…), Un pasado imborrable sufre de una ejecución demasiado académica, tanto en su puesta en escena como en la estructura de su relato. Ese academismo termina sofocando la emoción que busca desesperadamente producir a través de efectos demasiado insistentes, como esos amplios movimientos musicales que tienen que recalcar cada clímax o ese lento travelling que nos acerca a la puerta detrás de la cual se torturaban a los prisioneros. Esa película es también bastante cuestionable precisamente en su representación de la tortura. Por lo que se muestra y cómo se muestra, todo indica que no se pensó. La combinación de tomas de vista bastante frontales con efectos visuales y sonoros que apuntan a redoblar lo que el prisionero siente bajo la tortura termina transformando esas escenas en algo muy cercano a lo abyecto. Probablemente ese sea el mayor problema de la película: quizás porque es una verdadera historia, no se tomó el tiempo de pensarla y de tomar la distancia necesaria que hubiera exigido. Ese problema culmina en la última parte y en el desenlace final, cuando Eric decide confrontarse a su pasado. Lo que pasó realmente no parece verosímil. En eso, la actuación bastante caricaturesca como el torturador de Hiroyuki Sanada (visto este año en las series de ciencia-ficción bastante fallidas Helix y Extant, sin que su actuación sea muy diferente, lo que explica probablemente esto), no ayuda. Quizás es más fácil acercarse a la verdad de una historia cuando se aleja de ella. En lugar de repetir películas “basadas en historias reales”, habría que elegir la ficción de una vez por todas, porque de todos modos siempre la realidad la va a superar. ¿Entonces para qué aferrarse a ella? En definitiva, a ese tren que toma Eric en el inicio de la película, no pasa nada si no lo tomás con él y te quedás en la estación, porque ese tren ya lo tomaste mil veces, y encima nunca llega a ningún lugar interesante. En realidad, el único logro de Un pasado imborrable es volver a despertar el interés por las películas de David Lean.
Jason Statham y apenas un poco más Todo empieza mal para Broker (Jason Statham), agente de la DEA (Drug Enforcement Agency, la agencia estadounidense de control de drogas) infiltrado en una pandilla de motociclistas traficantes de metanfetamina: al final de la redada que inicia la película, se ve implicado en la muerte del hijo del jefe de la pandilla. Todo empieza mal también en este nuevo film de acción del famoso actor británico: esa primera secuencia resulta bastante torpe y laboriosa. Por suerte, el resto será mejor; por desgracia, apenas un poco. Dos años después de ese fiasco, Broker trata de empezar una nueva vida, más tranquila, en un pueblo retirado de Luisiana con su hija de diez años, hasta que esta, en eso fiel retrato de su padre, se topa con el matón de su escuela. Desgraciadamente para Broker, el tío del chico, Gator (James Franco), es también el principal traficante de metanfetamina del lugar… Basado en un guión de Sylvester Stallone, Línea de fuego se beneficia de un elenco bastante notable: Statham sigue siendo muy eficiente en las escenas de pelea, siempre con esa gran economía de recursos para un efecto máximo; Franco encarna un traficante un poco más complejo que los que se suelen ver en las películas de Statham, un poco bravucón, un poco cobarde, superado por los acontecimientos que desata; Winona Ryder, en una de sus demasiadas escasas apariciones en el cine, personifica una adicta que intenta hacerse un lugar en ese mundo violento de rednecks, más socia que novia de Gator. Sin embargo, el personaje más remarcable es probablemente la madre del chico que provoca a la hija de Broker (Kate Bosworth), también adicta, que retoma por su cuenta el machismo que la rodea, sin dejarse encerrar en esa postura. De hecho, las escenas que giran alrededor de su familia figuran entre las más interesantes de la película. A pesar de eso, Línea de fuego no se destaca por su originalidad. Acumula por ejemplo esas típicas escenas donde algunos pobres infelices amenazan a Statham, sin haberse dado cuenta que es Statham, a pesar de haber sido ampliamente advertidos por él (“¡chicos, soy Statham, despiértense!”) y que este termina haciendo pedazos (¡qué esperaban!). Hay que reconocer que esas escenas son siempre bastante divertidas, hasta jubilosas, además de las mejores de la película. Pero no dejan de ser un poco repetitivas. Línea de fuego no se destaca tampoco por la elegancia de su puesta en escena. Por suerte, John McTiernan ya está volviendo… Además, si Statham es impecable en las escenas de acción, le cuesta muchísimo más en las otras. Las escenas con su hija son particularmente fallidas, mal actuadas por los dos, además de ser demasiado empalagosas. Línea de fuego resulta bastante honesta: siendo una película de Statham, cumple con lo que se propone, hasta se podría extraer algunos (pocos) toques interesantes. En todo caso, para una inmersión incomparable en el mundo pantanoso de los rednecks, se recomienda ver True detective, probablemente la serie del año 2014, y Lazos de sangre, la película que reveló a Jennifer Lawrence.
El otoño de una vida Paul (Daniel Auteuil), en los sesenta, lleva una vida tranquila entre su trabajo de neurocirujano exitoso y su linda mujer Lucie (Kristin Scott Thomas). Esta, ama de casa, dedica su tiempo a esculpir su jardín casi como una paisajista profesional. Cada tanto, Paul juega al tenis con Gérard (Richard Berry), el amigo psiquiatra de toda la vida, mientras Lucie se ocupa de su nieto en compañía de su nuera. Esa rutina apacible se ve interrumpida cuando Paul empieza a recibir rosas en su servicio en el hospital, en su consultorio y hasta en su domicilio, sin poder identificar quién se las está mandando. Al mismo tiempo, empieza a toparse cada vez más seguido con una misteriosa joven árabe, Lou (Leïla Bekhti). En esa mezcla entre drama íntimo y thriller (desatado desde la primera escena que deja entrever el final de la película), el director francés Philippe Claudel pretende abordar ese momento en el cual una persona, que ha sido exitosa en todo, se para y se pone a reflexionar sobre su vida. En el caso de Paul, el disparador será su encuentro con Lou. En ella, vislumbra de nuevo lo que fue y lo que ha perdido, ese momento en el cual todo estaba todavía latente, del orden de lo posible, antes de la vida en pareja, antes del éxito profesional. Sin embargo, para retratar esa crisis existencial que atraviesa Paul, el director mezcla demasiadas historias sin que se perciba claramente la pertinencia que pueda tener una para las otras. Entre el triángulo amistoso y amoroso que componen Paul, Lucie y Gérard, la relación conflictiva entre Paul y su hijo, los problemas de este con su mujer, la relación problemática entre Lucie y su hermana, el relato se diluye y pierde fuerza. Esa pérdida de intensidad hace que la hibridación entre el drama íntimo y el thriller no fluya completamente. Si la revelación final no se esperaba, se puede apreciar de dos maneras, como suele ocurrir. Por un lado, como se busca preservar el misterio sobre Lou y su relación con Paul a todo costo, el espectador no entiende casi nada de lo que está pasando durante toda la hora y media anterior, dando cierto eco a lo que dice Paul en un momento a su mujer: “no me entiendes”. Por otro lado, esa revelación da un nuevo enfoque sobre todo lo que sucedió antes entre Paul y Lou, y ese juego de las reinterpretaciones resulta ser bastante entretenido, sin ser desprovisto completamente de interés en sus implicaciones (hace pensar hasta cierto punto y en modo menor al Caché de Michael Haneke). A pesar de eso, Antes del invierno queda en la encrucijada, el drama íntimo siguiendo en definitiva un curso demasiado tranquilo para volverse un thriller atrapante.