No es novedad que las remakes son una de las medicinas que la industria del cine encontró contra la pandemia de escasez de ideas, y la ola feminista abrió una nueva veta para el oportunismo: contar las mismas viejas historias pero en clave femenina. Ocurrió, por citar un par de ejemplos, con Cazafantasmas y Ocean's 8. Y ahora con Maestras del engaño.
En rigor, es una fotocopia de fotocopia: se trata de una versión de Dos pícaros sinvergüenzas, que, a su vez, era una versión de Bedtime Story. Sólo que los papeles que en el filme de 1988 interpretaron Michael Caine y Steve Martin y en el de 1964, Marlon Brando y David Niven, ahora recaen sobre Anne Hathaway y Rebel Wilson.
La primera es una estafadora profesional que opera en un pueblo de la Costa Azul y ve invadido su coto de caza por el inesperado aterrizaje de la segunda, una competidora a la que intentará sacarse de encima de todos los modos posibles.
Son la gorda y la flaca, y la pareja dispareja funciona: difícil encontrar dos personajes más opuestos en cuerpo y alma. Hathaway se luce como una dama refinada, de múltiples recursos para la mentira, sin abandonar nunca la elegancia. Wilson es menos graciosa porque le toca el trazo más grueso y grotesco.
En este punto, la película se contradice a sí misma predicando una corrección política que no aplica, como si nos dijera: aceptemos todos los cuerpos femeninos, pero que la obesa haga de bruta y torpe. Tal vez sea inevitable seguir la lógica del physique du rôle, pero entonces mejor ahorrar los discursos culposos.
Pese a un par de escenas ramplonas, prevalece el espíritu del humor inocente -a veces infantil- de los años ’60, con menor efectividad a medida que van pasando los minutos. Con el añadido de algunas líneas de feminismo tribunero -que tanto abunda en el cine por estos días- como “Los hombres nunca aceptarán que una mujer es más inteligente que ellos. Las mujeres estafan mejor porque las subestiman”. Pero los subestimados con este tipo de frases son los espectadores.