Nunca es tarde para amar
Los críticos tendemos a dividir las películas de Woody Allen (una por año desde hace ya varias décadas) entre “importantes” y “menores”, aunque es cierto que se pueden hacer (y WA los ha hecho) malos films que buscan la trascendencia con temas “profundos” y buenos largometrajes que una apuesta más superficial, lúdica y fluida. En ese sentido, y sin querer contentarme con una mera categorización, Magia a la luz de la Luna es una buena película “menor”, cuyo principal problema es que viene después de un “importante” film “mayor” de la carrera del mítico director como Blue Jasmine.
Magia a la luz de la Luna es una comedia romántica de época que trabaja sobre personajes, elementos, dualidades y contradicciones bastante elementales y que en muchos casos están muy cerca del estereotipo, apelando a cuestiones como el amor vs. el cinismo, el escepticismo vs. la espiritualidad, la razón vs. la superstición, con escalas obligadas en los paradigmas de las segundas oportunidades, los conflictos del cazador-cazado y un largo etcétera. No es precisamente de los films más inspirados ni sorprendentes de WA (la vuelta de tuerca se adivina desde el inicio), pero hay que admitir que el director y sus intérpretes (desde la magnética pareja protagónica hasta cada uno de los impecables secundarios) cuentan el cuentito de una manera inobjetable, simpática e irreprochable (al menos si no se hacen paralelismos con su vida personal como el ofuscado crítico de The New York Times A.O. Scott).
Colin Firth (el alter-ego de WA en esta ocasión) es Stanley, un sarcástico mago británico que se sube al escenario como el chino Wei Ling Soo para trucos tales como hacer desaparecer un elefante o cortar a una muchacha en dos. De la Berlín de 1928 (allí Ute Lemper hace un homenaje a Marlene Dietrich en un cabaret) la acción salta a la luminosa y veraniega Costa Azul francesa, adonde Stanley es convocado para “desenmascarar” a Sophie (Emma Stone, radiante), una joven y bella médium estadounidense experta en telepatía y espiritismo que ha seducido (¿engañado?) a una familia aristocrática y, más precisamente, a la viuda (la gran Jacki Weaver) y al heredero de la fortuna (Hamish Linklater), que sin pensarlo demasiado le propone matrimonio.
No conviene adelantar nada más, aunque el lector ya habrá adivinado el tono (leve, ligero) y el resultado de una película que, aun siendo demasiado previsible e ingenua, se disfruta como quien presta más atención al cómo antes que al qué. A veces, la forma resulta tan o más importante que el contenido. El viejo Woody lo hizo de nuevo…