Es por cierto un acto de magia la escena inaugural de la nueva película de Woody Allen, Magia a la luz de la luna. El gran Wie Ling Soo, un reconocido ilusionista disfrazado de nigromante chino, presenta ante una multitud expectante sus habituales trucos de hechicería: divide en dos exactas partes el cuerpo de una mujer, hace desaparecer un elefante, se transporta misteriosamente de un lado a otro sin dejar rastro de su desplazamiento. La representación sucede durante la dorada –y tantas veces revisitada- época del jazz. De todas formas podría suceder en cualquier otra circunstancia. Incluso en cualquier otra película del mismo director. Porque el ilusionismo es una práctica que aparece con insistencia en muchas de sus historias.
En su nuevo film la magia se convierte directamente en el fundamento principal de la trama y quien la ejerce es su protagonista. Stanley (Colin Firth) es uno de los magos más respetados de su tiempo. Pero es también un hombre dominado por el saber racionalista que niega la existencia de otra realidad. Después de una de sus funciones, Stanley debe viajar al sur de Francia para desenmascarar a Shopie Baker (Emma Stone), una joven y bella mujer que se hace pasar por médium y que posiblemente intente estafar con sus trucos la inocencia de una familia millonaria. A pesar de su habilidad para descubrir los fraudes del ocultismo, una vez junto a ella Stanley no podrá resistirse a su encanto. Sus principios se verán entonces amenazados y próximos a su completo derrumbe.
Magia a la luz de la luna resulta así una sencilla y levemente divertida comedia romántica. Sus personajes se mueven con elegancia, podríamos decir puntuales, pero siempre desinteresados por salirse del diseño de un guión que funciona como una nueva versión de lo mismo. Una sensación que se actualiza y que su antecedente inmediato –la notable Blue Jasmine- parecía venir a desmentir. Tal vez se haya esfumado definitivamente la audacia del director neoyorquino para revelar la farsa de su propia clase. Ya no alcanza con planos preciosos del paisaje europeo, aquellos que abundan en sus últimas películas –en esta oportunidad, preciosas vistas de la Provenza francesa -. Ni tampoco el brillo especial que encandila por su belleza el rostro de su actriz protagónica.
Para Woody Allen fue siempre la magia. La razón resultaba por demás evidente. La magia representaba el homenaje perfecto a la producción cinematográfica. Era la metáfora por antonomasia de su experiencia. Fue él mismo un ilusionista, un constructor de sueños, un hacedor de ficciones que persiguió con fervor el efecto que su práctica exige. Pero la eficacia del engaño, la realización de la trampa, reside en evitar que se descubra el artificio. Woody Allen no perdió el control de su oficio, pero sí la destreza para desplegarlo con gracia. Igual que un mago que practica una y otra vez el mismo truco y que debido a esa reiteración mecánica descuida todo el misterio.