El viejo y eficaz juego del gran Woody
El neoyorquino propone un diálogo a través de su alter ego con lo azaroso, lo inexplicable. Humor e ironía sutil para narrar una historia en la cual lo mágico envuelve las situaciones de una mujer a la caza de un joven de gran fortuna.
Lúdico y ocurrente son los adjetivos que veo asomar de esta galera que se muestra ante nosotros como otra de sus fábulas ambientadas en diferentes lugares, en distintas épocas. Así, este tan esperado film (Allen es uno de los contados invitados que nos visita de manera anual), lleva un título que nos coloca en una órbita que lleva en sí el reflejo de tantas otras historias de su autoría. Film en el que lo mágico adquiere un periplo que atraviesa diferentes situaciones, poniendo en crisis las mismas certezas que él mismo se ha encargado de reafirmar.
Pero tal vez su afirmación de su identificable escepticismo no sea más que una coartada para que ingresemos medianamente distraídos al juego que nos propone. Y es que en Magia a la luz de la luna, a través de su personaje masculino, Stanley (un mago que nos recibe en un cabaret de Berlín una noche de fines de la década del 20, rol que asume admirablemente un flemático e incrédulo Colin Firth) se va construyendo el propio "alter ego" del mismo Allen, en lo que hace a sus convicciones y replanteos sobre la presencia de lo azaroso y lo mágico.
Arrojado a una aventura de desenmascaramiento, en lo que compete a una presunta impostora que se asume como médium, Stanley viaja al sur de Francia, a la zona de la Provenza, donde se reencontrará con su tía Vanessa, querible personaje a cargo de Eileen Atkins, de quien escucharemos aquello que está fuera de sus agendados registros. La llegada al lugar me llevó a recordar -y trazar desde allí un puente- una situación similar a la que transita el personaje de Cary Grant en el film de Leo Mc Carey de 1957, Algo para recordar, en el que junto a su reciente enamorada, rol que está a cargo de Deborah Kerr, se acercan a ese bucólico lugar donde vive la abuela del protagonista.
Ya a principios de los setenta, esta misma actriz, pasa a ser una las clientas de una particular médium en el último film de Alfred Hitchcock, Trama macabra, de 1976. De esta manera, podemos señalar esta situación, a partir de cómo la señora Julia Rainbird recurre a una joven rubia que dice poseer poderes mentalistas; como lo hace ahora, en este sonriente film, Sophie, esta joven pelirroja, interpretada por Emma Stone quien se encuentra en ese lugar, junto a su madre.
¿Auténtica médium o una gran impostora a la caza de un joven de gran fortuna? Estas preguntas nos son dirigidas con ese toque de humor, de sutil ironía, desde la mirada del mismo Stanley, desde sus más férreas convicciones racionalistas. Frente a la técnica del ilusionismo, sus estrategias, ahora frente a él, a ese manual bien aprendido de normas y reglas, no ya con la máscara exótica oriental con la que nos da la bienvenida, Stanley tiene ante sí un dilema que resolver.
Bajo ese cielo que nos recuerda al de Medianoche en París (y que está presente en el afiche en nuestro país), que despierta ahora en las melodías de Cole Porter, Rodgers y Hart, Jerome Kern, Ruth Etting, y de la cantante Ute Lemper, se va desplegando una fábula que lleva en sí el aire de la ensoñación, que se proyecta desde los cambiantes estados de ánimo de Stanley; desde esas expresiones que se mueven entre hiératicas posturas e inesperados desacomodamientos.
Desde haber pasado al otro lado de la pantalla en La rosa púrpura del Cairo, hasta las cambiantes escenas de La maldición del escorpión de jade y Scoop, Woody Allen ha ido construyendo una escalera para alcanzar junto a sus personajes ese otro cielo, en el que las campanadas a medianoche pueden hacer posibles aquello que soñamos.
En su film de 1986, Hannah y sus hermanas, Allen compone a Mickey, un productor de televisión que está atravesando una gran crisis existencial, a la manera de un personaje de Ingmar Bergman. Y en un momento determinado, dominado por su escepticismo, tras haber ido a ver Una tarde en el circo, con los Hermanos Marx, nos comenta: "Quiero decir que quizás exista algo. Nadie lo sabe con certeza. Ya sé, ya sé que la palabra "quizás" es un agarradero muy débil para colgar tu vida entera, pero es lo mejor que tenemos. Y entonces, les cuento, me puse cómodo en la butaca y empecé a divertirme como un loco".