Woody de salón, leve y eficaz
El último opus del director neoyorquino pone de manifiesto la coalisión de dos mundos en una historia de amor: el pragmatismo nihilista de uno y los poderes ocultos de la otra.
Woody Allen le dio un año de licencia a su mirada misantrópa para contar una historia leve, atractiva y de un perfil bajo que no necesita de sus dardos envenenados sobre el mundo y los individuos. Por allí transcurre el comienzo de Magia a la luz de la luna, con el falso ilusionista chino que en realidad esconde al cáustico Stanley (Colin Firth, descargando todo su flematismo ultrabritánico), en un cabaret berlinés pre-nazi de los años 20. Pero esto no es Sombras y niebla, con el huevo de la serpiente a punto de romper la cáscara, sino una comedia romántica que viaja de aquella Alemania a la Costa Azul francesa, momentos en que la acción se ubica en una familia de aristócratas donde mora la médium Sophie (Emma Stone, gran trabajo), un universo en que se conjuga la elegancia de las costumbres y el afán por contactarse con el más allá. En la última década Allen ya había experimentado con la magia y la ilusión en las tontas fábulas de Scoop y La maldición del escorpión de Jade, además de la anterior Alice, tres puntos flacos de su extensísima y anual filmografía. El peligro estaba al acecho, pero Allen, desde la verborragia pesimista de su protagonista, desplaza la historia del incipiente amor entre Sophie y Stanley hacia otras zonas, más relevantes y transparentes en su obra. Ocurre que dos mundos entran en colisión: el pragmatismo al borde del nihilismo de Stanley frente los poderes ocultos de Sophie quien, por supuesto, irrita al recién llegado. Como si pretendiera resucitar el tono melancólico de aquella Comedia sexual en una noche de verano, otro de sus olvidados films de los 80, en su último opus Allen deja lugar a discusiones filosóficas sobre el amanecer del nuevo siglo, la incidencia del psicoanálisis y las citas a Nietzsche, todo ello en un paisaje bucólico que atempera el histerismo habitual de sus mejores películas. Magia a la luz de la luna no lo es porque no va más allá de su parsimonia narrativa, con un sólido reparto actoral (notable Eileen Atkins como la tía del protagonista) y una historia de amor que poco a poco les gana la partida a las irónicas discusiones sobre temas de alto prestigio cultural. En ese punto se percibe la astucia del guión, ya que el director se siente cómodo al describir a un marco social que parece detenido en el tiempo, sin reparar en un contexto político y social a punto de explotar. Por esa razón hasta puede considerarse a Magia a la luz de la luna como un recreo menor, o acaso, se trate de una película de descanso que hace olvidar por un rato a la humillada Cate Blanchett de Blue Jasmine para elegir un happy end, con beso incluido y Cole Porter como fondo musical.