El viejo juego entre razón e ilusión
El director estadounidense propone una comedia romántica en la que vuelve sobre tópicos habituales en su filmografía: retrocede hasta las doradas primeras décadas del siglo pasado para retratar una relación entre un señor maduro y una muchachita.
En Magia a la luz de la luna, Woody Allen no sólo retrocede en el tiempo. Venía de Blue Jasmine, su mejor película en vaya a saber cuántas décadas (con ayuda extraoficial de Tennessee Williams), y no hay por qué exigirle que en la siguiente mantenga inexorablemente el nivel. Sí cabe esperar, de quien es seguramente el cineasta vivo de obra más vasta, que no caiga en el teatro filmado, en la ñoñería dramática, en el esquematismo elemental, en la resolución sacada de la galera. Esto último podría justificarse por el hecho de que, tal como el título lo indica, Magia a la luz de la luna tiene al ilusionismo como tema. El problema es que Woody trata este asunto según más le conviene. Lo refuta primero y echa mano finalmente de él, por la mera razón utilitarista de que necesita cerrar la película con el broche que, se supone, el género exige. ¿Qué género? La comedia romántica. Las buenas películas de género son aquéllas cuya lógica interna sostiene la convención. No es el caso de Magia a la luz de la luna, opus mil de Woody Allen.
No sólo la música de Cole Porter y los clásicos títulos en letras blancas sobre fondo negro –con la misma tipografía que viene usando desde los años ’70– denotan de entrada que estamos de regreso en Allenlandia. No es la primera vez que Woody retrocede hasta las doradas primeras décadas del siglo pasado (recordar La rosa púrpura de El Cairo, Disparos sobre Broadway, Dulce y melancólico). Tampoco la primera en que opone razón e ilusión, magia y crasitud cotidiana (Interiores, Alice, la propia La rosa púrpura...) ni el primer caso en que recurre a una pequeña intriga (lo había hecho en Un misterioso asesinato en Manhattan). Ni mucho menos, claro, la primera ocasión en que pone en escena una relación entre un señor maduro y una muchachita, tema híper risqué tratándose de quien se trata.
La acción tiene lugar casi enteramente en el norte de Francia. Un mago poco exitoso, Howard Burkan (Simon McBurney), lleva hasta allí a un maestro del ilusionismo teatral, que es más inglés que el five o’clock tea pero en sus shows se hace pasar por chino exótico (Colin Firth). La intención es desenmascarar a Sophie, una chica con poderes que ambos presuponen falsos (Emma Stone). Howard está convencido de que Sophie y su madre (Marcia Gay Harden) quieren embaucar a su prometido y la madre de éste, británicos podridos en plata (Hamish Linklater, Jacki Weaver). Para que Stanley pueda cumplir su misión, todos deberán convivir un tiempo en la residencia de verano de los candidatos a embaucados. De paso, y por una coincidencia de teleteatro, cerca de allí vive una tía de Stanley (la veterana Eileen Atkins), a quien éste quiere como si fuera su mamá y cuyo rol en la trama es descaradamente instrumental.
Aunt Vanessa está allí para permitir que Stanley ponga en palabras el “tema” de la película, que no es lo que se dice original y que opone romanticismo y racionalismo a ultranza. Tema encarnado por la perturbación que la frescura y ojazos de animé de la pelirroja Emma Stone generan en esa acabada representación de la “flema inglesa” (otro cliché, que conecta a Magia... con los estereotipos nacionales de Vicky, Cristina, Barcelona y Amor a Roma) que es Colin Firth. Quien se guíe por la opulencia campestre de los ambientes, la fotografía acaramelada del especialista en caramelos visuales Darius Khondji, la fluidez narrativa que Allen indudablemente tiene, la calidad inobjetable de las actuaciones y el pertinente “You Do Something to Me”, de Cole Porter hallará agradable y hasta encantador al nuevo Woody. Es por demás sabido que el allenismo a cualquier precio es uno de los credos más inerradicables del porteño medio.
Un espectador algo más imparcial no podrá evitar percibir que en Magia a la luz de la luna no sólo todo se pone en palabras, sino que éstas están sobreescritas y recitadas. ¿Alusión, tal vez, a la condición de representación y engaño sobre la que la trama trabaja? Si fuera así, por qué entonces después de que la minúscula treta se devela todo se sigue recitando igual (y todo sigue igual, de paso, como si nada hubiera pasado). El espectador no-convertido, si es que lo hay en estas pampas, advertirá seguramente la arbitrariedad con que las cosas entran y salen, de acuerdo con las necesidades del guión: la tía Vanessa, la intriguita alla Amadeus & Salieri, la veleidosidad de la bella Sophie. Veleidosidad que no se desprende del personaje, sino que se le impone. Cuestión de que la trama romántica llegue, como un barco carguero, al puerto asignado.