Hay quienes hablan de una suerte de renacimiento en esta última étapa de la obra de Woody Allen pero hay otros que lo acusan, cuando menos, apenas de insípida redundancia. El sello inconfundible del autor puede no deparar demasiadas sorpresas a esta altura del partido, es cierto, pero al menos asegura innegables momentos de buen cine. Algunos más pasatistas que otros, algunos más intelectuales y hasta oscuros, pero jamás pudo reprochársele al autor de dormirse en los laureles: con el increíble récord de “una película por año” que ostenta hace casi cinco décadas, el director de Manhattan y Annie Hall, entre otras joyas del séptimo arte, ha sabido moverse entre géneros, adaptarse a problemáticas tanto clásicas como modernas (que, al fin y al cabo, son también en el fondo siempre iguales) y a lo sumo ha cambiado cinismo por nihilismo. Esto último se hace presente en buena parte de su obra en los últimos diez años y se consolida firmemente en Magia a la Luz de la Luna, su nueva película. Sin embargo, y a diferencia de la notable Blue Jasmine, el tono no es el de un drama sino el de la más feliz de sus recientes comedias: el mejor antecedente de esta etapa es Medianoche en París, y eso es decididamente algo bueno.
La película parte de un truco de magia realizado por un gran ilusionista, Wei Ling Soo -o Stanley, para los amigos- maravillosamente encarnado por el notable Colin Firth. Sabemos que es el mejor en lo suyo porque es el único que, cuando deja el escenario, se dedica a desenmascarar a quienes aseguran que la magia realmente existe, y venden sus prestidigitaciones y visiones al mejor postor. Y es entre esos seres para él despreciables donde aparece en la riviera francesa una peculiar médium que hasta su más respetado colega -y único amigo- asegura imposible de desenmascarar.
El desafío y la lucha por demostrar que detrás de todo no hay absolutamente nada, llevan al protagonista al encuentro de esta misteriosa “visionaria”, interpretada con dulzura y delicadeza por Emma Stone, quien terminará abriéndole los ojos a misterios que éste catalagoba de imposibles.
El simbolismo es claro y se hace sentir fuertemente durante toda la película: Stanley vive de la ilusión pero carece totalmente de ella. Es un hombre que descree de todo tipo de cuento de hadas, llámese truco, fábula o religión, y es por eso que las citas a Nietzsche abundan en boca de de este irónico personaje que, sin embargo, está a punto de aprender una lección aún cuando todas sus teorías parecen correctas. En una vuelta de tuerca que conviene no revelar -aún si no es de lo más sorpresiva- lo interesante no es el recurso narrativo sino la lectura que por detrás de ello implica: Stanley pasa, sin darse cuenta, de la máxima nietszcheana que indica eso de que “Dios ha muerto” a la contradicción de Unamuno que proclama que “hasta un ateo necesita a Dios para negarlo”.
Posiblemente un análisis filosófico sea demasiado para una comedia liviana que tan sólo busca entretener, pero el material allenesco está ahí, intacto, quizás repetitivo para algunos pero ciertamente deleitable para otros. Magia a la Luz de la Luna no formará parte de lo mejor de la filmografía del realizador de Hannah y Sus Hermanas, pero sí permanecerá para siempre dentro de lo más disfrutable del epílogo de su carrera.