Esta especie indirecta de remake conceptual de Si la cosa funciona carece del cinismo humanista de aquel film y de la misantropía radical de su celebrado penúltimo film, Blue Jasmine, en el que todas las falencias de Allen estaban reunidas con astucia como si se trataran de aciertos indiscutibles del director (profundidad temática, “ostensibles” diálogos filosos y presuntas interpretaciones notables). Situada en 1928, después de la Primera Guerra Mundial y en cierto clima cultural que predispone a la ilusión y al deseo de felicidad sin grandes fundamentos, esta comedia ligeramente filosófica que transcurre en la Costa Azul gira en torno al encuentro “azaroso” y amoroso entre un famoso mago racionalista (y abiertamente escéptico frente a cualquier fenómeno suprasensible) y una joven médium que ha conquistado la atención de los ricos de la región. El famoso ilusionista interpretado por Colin Firth es convocado por un amigo a desenmascarar a la bella joven (Emma Stone), por la que sentirá cierta atracción, al mismo tiempo que comenzará a dudar respecto de sus (pre)juicios frente a un reino metafísico poblado de espectros. Menos proclive al plano-contraplano casi televisivo, frecuente en el registro del director para seguir el parlamento de sus criaturas, Allen exhibe aquí cierta predilección por sostener planos generales durante la interacción verbal, decisión formal que viene acompañada por un trabajo notable de registro de los espacios abiertos, reforzado en su contundencia por la luz natural del sur de Francia, algo que posibilita que el film recupere el misterio de la fotogenia de los actores. Un pasaje extraordinario por su austeridad formal es aquel en el que Firth detiene su conversión metafísica en plena plegaria ante un accidente de una tía amada, instante en el que Allen sostiene la escena en un plano general desprovisto de elementos foráneos a la lógica de la escena. Esta precaria pero personal meditación filosófica en tono humorístico acerca de la creencia asumida frente a la creencia revisada demarca los límites de Allen como cineasta e intelectual, límite en el que a su vez despunta una ligera sabiduría tardía en la que los dictámenes de la lucidez no obligan a transitar el desprecio como resultado del desasosiego.