La coherencia de un artista
Woody Allen empezó a filmar cuando terminaba la década del 60. A sus comienzos de comedia pura le siguió su etapa más ambiciosa, aquella que se desarrolló entre 1977 y 1989, es decir entre Annie Hall y Crímenes y pecados. Luego de aquellos años, su vida cambió, su cine cambió, su público cautivo se fue alejando y el cine en general también cambió. Desde hace ya más de veinte años, que no existe unanimidad acerca de cuáles son las mejores o peores películas de estas dos décadas del cine de Woody Allen. Pero acá, en su película número cuarenta y siete, Allen sigue cumpliendo sin pausa con su film anual. Y filma tan seguido porque le gusta y porque puede hacerlo, lo que seguramente afecta, a esta altura de su carrera, la calidad de su cine. Sin embargo, es lo que le gusta hacer a Allen. Y es justo recordar que no hay muchos directores de la historia del cine que se hayan mantenido independientes y a la vez leales a sí mismos durante tantos años. Woody Allen jamás se traicionó, nunca buscó ser algo diferente de lo que es. Esa coherencia no es necesariamente señal de buen cine, pero en Woody Allen sí es algo a destacar. Magia a la luz de la luna es uno de esos films del director que no están llamados a ser tomados particularmente en serio. No lleva desde su confección, el aura de obra importante como lo han sido –más allá de lo que nos parezcan- Match Point o Blue Jasmine, dos obras que el propio Woody Allen buscó que se volvieran importantes. Tampoco el encanto protector de Medianoche en Paris cuya adorable indulgencia la convirtió en la más taquillera de las películas de Woody en toda su carrera. Magia a la luz de la luna recuerda se parece, en algunos aspectos, a La maldición del escorpión de Jade, un film que pasó sin pena ni gloria por la carrera del director. Es como aquel film pero con un espíritu más romántico.
Stanley (Colin Firth) es un mago que aunque es inglés, en sus shows se disfraza de mago chino. Es un profesional maniático y brutal, cuya sinceridad es inversamente proporcional a su diplomacia. Enemigo de quienes dicen que existe verdadera magia en el mundo o elementos extrasensoriales o vida más allá de la muerte, Stanley se dedica a desenmascarar a quienes dicen tener poderers capaces de conectarse con los muertos. Cuando su viejo amigo Howard le pide ayuda para que exponga la falsedad de una médium que amenaza quedarse con la fortuna de una familia millonaria, Stanley acepta el desafío. Pero al conocer a Sophie Baker (Emma Stone), el encanto que ella tiene y la inquietante certeza de sus adivinaciones, empieza a complicar el mundo de certezas de Stanley.
Allen no realizada acá un trabajo particularmente inspirado con la puesta en escena. Claramente para mantener el ritmo de una película al año, muchas veces Woody Allen se dedica a filmar con oficio y prolijidad, sus guiones. Lejos está la sofisticación de la década del ochenta. Pero para compensar este trabajo eficiente pero sin particular brillo, Allen aprovecha que la historia transcurre en 1928 para deslumbrarnos con un vestuario y una dirección de arte impecables. También los escenarios naturales ayudan a la belleza de la película en su totalidad y, nada sorpresivo, la banda de sonido es particularmente hermosa. El detalle de lujo: en las pocas escenas en Berlín que la película tiene, Ute Lemper interpreta a una cantante de cabaret idéntica a Marlene Dietrich.
La magia siempre ha sido un tema que fascinó a Woody Allen. No son una, ni dos, sino muchas más las películas donde lo mágico o el más allá aparecen dentro de la trama. Pero esta ha sido la fascinación de alguien que no cree en esas cosas. No hay dios en el mundo de Woody Allen tampoco, y eso no ha cambiado con el correr de las décadas. Acá Stanley, adorablemente sincero y brutal, es un alter ego del director, palabra por palabra, acción por acción. Su personaje es el mismo personaje de hace cuarenta años, no ha cambiado. Lo que ha cambiado es el mundo, el cine, la corrección política. Es muy difícil no querer al misántropo Stanley, aun cuando por momentos sea un retrato exagerado. La pregunta es ¿Estará Stanley equivocado finalmente? Todo indica que sí. ¿Pero cómo es esto posible? Al parecer Woody Allen dice que queda un espacio para la irracionalidad. Un espacio que no es magia, ni dios, ni visitas del más allá. Ese espacio es el amor, esa cosa inexplicable que ha fascinado a Allen desde el comienzo y que lo sigue fascinando hasta la actualidad.