Trucos y más trucos
En la última película de Woody Allen, Stanley Crawford (Colin Firth) y Sophie Baker (Emma Stone) pasean por la Costa Azul francesa en un Alfa Romeo deportivo. El auto se rompe en el camino y él cree poder repararlo pero, su condición de intelectual lo ubica más cerca de las bibliotecas que de los talleres mecánicos. Para peor, una tormenta eléctrica complica los intentos de ponerlo en marcha y los obliga a refugiarse en una construcción cercana, que resulta ser un observatorio. Las horas pasan, el cielo se limpia y ambos quedan capturados por el cosmos que se impone desde el mirador: ante el mismo universo, Stanley contempla el peligro y Sophie lo sublime. Ya en Manhattan, película en blanco y negro que estrenó en 1979, la pareja protagónica se protegía de la lluvia bajo el amparo del Planetario, en el Central Park. Pero la fuerza de esta secuencia no es la simpatía de citarse a sí mismo, sino su contundente poder de síntesis: dos cosmovisiones enfrentadas, el asunto que gira alrededor de todo el relato.
Lo mejor es arrancar por el principio: La primera escena de Magia a la luz de la luna tiene lugar en Berlín, donde Stanley, un escapista famoso, presenta sus trucos bajo el seudónimo de Wei Ling Soo. Allí, un colega suyo, mago menor y amigo de la infancia (Simon McBurney), lo desafía a descubrir y ridiculizar a Sophie, una espiritista, que asociada con su madre (Marcia Gay Harden), lucra con el engaño. ¿Quiénes son las víctimas? La respuesta elemental, una familia rica: Los Catledge, dueños de una mansión en la Riviera francesa. Así, vestidos con telas carísimas, entre salones de hot jazz y planes de viajes a Bora Bora, el director narra las contingencias de una clase privilegiada, como lo hace una y otra vez, pero ahora en la Europa de 1920.
El protagonista es un burgués misántropo y arrogante, atento lector de la filosofía nietzscheana –y de Charles Dickens, quien, curiosamente, escribió varias líneas sobre lo fantasmagórico y sobrenatural–. Un absoluto nihilista y un verdugo del pensamiento mágico: “Dios ha muerto”, es la frase del filósofo alemán con la que empatiza el personaje, y gusta de citar. En ella se resume el impulso antirreligioso y antimetafísico, con que Nietzsche intentó demoler las bases del pensamiento occidental. Stanley, este fundamentalista de la racionalidad –en su magia todos son trucos probados–, deberá recorrer más de una vez el camino de la revelación para cuestionar sus propias ideas: tendrá que luchar contra Sophie, la pelirroja clarividente y descocada, sin sucumbir bajo su hechizo.
La película dedica algunos planos secuencia que siguen a los personajes por jardines refinados, fotografiados por Darius Khondji, el mismo de Medianoche en París. A la par, entrega diálogos lúdicos, reflexivos y absurdistas, siempre fluidos. Esta ficción del guionista y director norteamericano muestra la comprensión que tiene del género comedia romántica, y hasta se permite alguna licencia para parodiarla. Sólo un poco, no mucho, de forma sutil y conservadora.
La académica e intelectualista, interpretada por Diane Keaton en Manhattan, advierte: ¿dónde estaríamos sin el pensamiento racional? Mientras tanto, en La rosa púrpura del Cairo, una estrella de cine traspasa la pantalla para vivir un romance con una mujer que lo admira desde la butaca. Estos polos opuestos siempre estuvieron en el cine de Allen y con Magia a la luz de la luna, se confirma que la inquietud sobre lo extraordinario y lo racional todavía funcionan como resorte de su creatividad