El malambo no solamente es un baile folklórico. Quienes lo practican saben de sus sacrificios. Hay dolores difíciles de tolerar. Físicos, y hasta si se quiere psíquicos. La presión por ser los mejores es alta, llegado a cierto nivel de talento.
Por ejemplo, para quienes desean triunfar en el Festival de Laborde. Ganar allí implica no poder volver a concursar. Es que ganar significa no bailar más. Ser derrotado es casi una afrenta. Sólo se puede preparar, ayudar a otros bailarines para llegar a esa competencia.
Gaspar (Gaspar Jofre), el protagonista de esta película rodada en luminoso y a veces hasta ominoso blanco y negro por Santiago Loza, quien en cine se destacó entre muchos títulos por Extraño y Los labios, se debate entre dolores terribles y el ansia por superarse. Tiene a su abuela enferma, la visita en el hospital y hasta le baila malambo. Va a un médico, quien le advierte que debería pasar por un quirófano. Pero él sabe que no puede hacerlo. Debe perfeccionarse.
Gaspar conoce en esas camas de calor que le recomiendan a una especialista, una joven con la que traba mejor conversación que con un compañero de cuarto. Tanto, que parece enamorarse.
Malambo, el hombre bueno, lidia con los temores y la fortaleza del protagonista. ¿Es un hombre solitario? Como muchos. Loza lo muestra antes que lo cuestiona, pero permite que desde la platea nos preguntemos por lo que lleva a Gaspar a, más que desear, ser un profesional en lo suyo.
Exitoso dramaturgo, Loza suele presentar a sus personajes con una sola pincelada. Vean, si no, la manera en que presenta a Gaspar en su primera escena.
Malambo es el seguimiento de un personaje, y la manifestación y comprobación de un baile, una profesión, como modelo de vida. Con sus sinsabores, sí, pero también con esa sensación única de sentir que, al salir al escenario, se puede devorar al mundo.