Martín Piroyansky, lo mejor de la película "¡Maldito seas Waterfall!"
Basada en la novela de Jorge Parrondo, el filme se extravía continuamente y es sostenido por un Piroyansky más inspirado que nunca.
Martín Piroyansky se acostumbró a interpretarse a sí mismo, y aunque esta autoparodia resultase simpática y redituable, ya nos ponía en alerta. ¡Maldito seas Waterfall! era el proyecto que el actor necesitaba para superar sus manías de Woody Allen teenager y demostrar su alto potencial para componer personajes difíciles, como supo hacerlo en La Araña Vampiro (2012), de Gabriel Medina.
Aquí Piroyansky es Roque Waterfall, un treintañero inactivo sin otra aspiración que pasar el rato y ser documentado por un director alemán. La destreza de Piroyansky para transmitir apatía sin caer en tics depresivos es formidable: sus gestos son parsimoniosos, su voz no suena tensa ni derrotada, su mirada brilla sin complicidad. El Roque Waterfall de Piroyansky es un estado de ánimo en puntos suspensivos, una existencia despojada de moral, el grado cero de la preocupación.
Semejante inmutabilidad impide empatizar con el personaje, pero tampoco nos permite odiarlo. Gracias a esta composición exacta el filme esquiva cualquier sentencia relativa a la mediocridad, a la vagancia y a la crisis de la adultez.
Es una lástima que su guionista y director, Alejandro Chomski, no haya mantenido la misma calidad que el actor. ¡Maldito seas Waterfall! es una obra extraña y oscilante, con dos niveles cómicos incompatibles: por un lado, un delirio atmosférico, inherente, implosivo, que logra en sus austeros 70 minutos un barniz atípico, un desconcierto hipnótico. Por otro lado, se incrusta un humor obvio, de situación, con remates toscos que destruyen esa nebulosa agradable. Los ejemplos contundentes están en los diálogos con Juana Schindler, desesperados por ser graciosos, o en la impostación de Rafael Spregelburd, una sátira de intelectual tan burda que podría ser un sketch de Capusotto.
Algo similar sucede con el montaje: cada tanto adquiere una aceleración que prioriza la ocurrencia por encima de la idea, que busca el efecto y olvida lo orgánico.
Si la propuesta no dudase de sí misma, si hubiese entendido que al gran chiste no había que sumarle chistecitos, estaríamos ante una película valiosa para el cine argentino. Pero su atrevimiento acaba siendo tímido y ¡Maldito seas Waterfall!, salvo por la magistral actuación de Piroyansky, exhibe una inestabilidad alarmante.