Maligno

Crítica de María Fernanda Mugica - La Nación

Bienvenidos al mundo del terror de James Wan. En Maligno, el director se vale de todos los lugares comunes del género: un hospital antiguo en lo alto de un acantilado, una casa rodeada por neblina, luces que se prenden y se apagan, personajes que caminan hacia la oscuridad; los horrores del cuerpo, el asesino serial con una fuerza sobrenatural, la amenaza latente del espacio entre la cama y el piso.

Pero Maligno no es una parodia, aunque coquetee con ella. La combinación de estos elementos es el juego de un cineasta que ama al terror y tiene el suficiente talento como para construir con ellos una narración llena de suspenso y con escenas de verdadero horror. El guiño hacia ese espectador que comparte su pasión por el género, no tiene un espíritu cínico sino de exploración: cómo hacer una película de terror para los espectadores que ya las vieron todas (y siempre quieren más).

El rechazo hacia el realismo es total, invitando desde la estética a dejar atrás el mundo real y entrar en el del terror cinematográfico. La secuencia inicial lo indica desde su look de película directo a VHS, los diálogos cursis y las actuaciones desmesuradas. Las escenas policíacas remiten a esas series que se parecen entre sí; el melodrama familiar se cuela, mientras que el humor apuntala el crescendo de extravagancia. Y, sin embargo, esta historia de una mujer acosada por visiones de asesinatos (Annabelle Wallis, de Peaky Blinders) tiene una violencia brutal y la tensión de las escenas más terroríficas no da respiro.

La confianza de un director como Wan, con una sólida trayectoria en el género, se expresa en ese caminar al borde de lo bizarro o del gesto canchero, sin caer. Maligno demuestra compartir los códigos del espectador de terror avezado, pero también se entrega al objetivo más básico del género: divertir asustando y asustar divirtiendo.