Maligno

Crítica de Rodrigo Seijas - Funcinema

JAMES «FRANKENSTEIN» WAN Y SU CRIATURA SIN VIDA

A caballo de éxitos como El conjuro y Aquaman, James Wan pudo darse el lujo de hacer un film que, a pesar de contar con un presupuesto pequeño, es casi enciclopédico en sus ambiciones. El gran problema de Maligno es que termina siendo un objeto repleto de información, pero inanimado, un cuerpo cinematográfico que nunca llega a cobrar vida propia, al que su creador procura darle aire y movimiento en base a golpes de efecto que no llegan a tener el impacto y los resultados esperados.

La criatura -por decirlo de algún modo- que piensa Wan (junto a la guionista Akela Cooper) es una donde el relato se centra en Madison (Annabelle Wallis), una mujer que, a partir de una particular serie de circunstancias, comienza a tener visiones de asesinatos espeluznantes. Progresivamente, se va dando cuenta que lo que le pasa no son sueños o alucinaciones, sino eventos reales y que incluso tienen conexiones con su pasado. Esa premisa, que tiene un potencial más que interesante, le sirve al realizador como trampolín para desplegar todo un conjunto de referencias genéricas, estéticas, narrativas y hasta sociales. En Maligno hay guiños, homenajes y citas al giallo italiano, el slasher, el body-horror, los thrillers de asesino seriales y la comedia negra, entre otras vertientes, además de comentarios en relación con el pasado histórico de esa compleja urbe que es Seattle. Como el Doctor Frankenstein, Wan toma partes desde múltiples orígenes para armar una entidad con oxígeno propio.

El problema es que ese cuerpo llamado Maligno nunca llega a respirar por sí mismo, es más un rejunte de ideas astutas que un todo consistente, un ejercicio paródico y canchero, pero en el fondo, vacío. Y que, además, se pretende disruptivo a partir de su estructura de caja de sorpresas, aunque en el fondo no deja de ser extremadamente predecible. Es que, en verdad, se le notan demasiado los hilos, su diseño para apuntar a un espectador que gusta de los subrayados cuando puede tomar distancia del relato y observarlo con tranquila seguridad. De hecho, por más que aparente ser el film más arriesgado y libre de Wan, a partir de cómo confía en un público que posiblemente no vio buena parte de la tradición cinematográfica sobre la que se planta, es en verdad el más complaciente. Por ahí no está hecho para interpelar a las audiencias masivas, pero sí al núcleo fanático del género y a la crítica especializada.

Sí hay que reconocer que Wan filma muy bien, que demuestra que con el paso del tiempo ha depurado y afinado un estilo que le permite exhibir un gran dominio de la puesta en escena. Eso se ve particularmente en una secuencia de matanza y escape notable, donde todo se entiende a partir de una cámara que sigue con precisión todos los movimientos de los personajes. Pero, quizás no tan casualmente, es también el pasaje más libre y auténtico de la película, aún a pesar del giro pretendidamente astuto que conlleva -y que es más predecible de lo que busca ser-, porque el estilo se pone al servicio de la narración y no al revés. Antes y después, hay un relato que acumula lugares comunes para procurar reconfigurarlos, pero esa operación es más clínica que cinematográfica.

Si bien Wan ya había hilvanado reformulaciones de otras expresiones del terror (por caso, El conjuro supo actualizar parámetros del subgénero de posesiones de los setenta), acá se deja llevar por los artificios y la mecanización. Por eso Maligno, a pesar de unos pocos momentos realmente divertidos y disparatados, es una entidad que no respira por sí misma.